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Arte de @NikatheSiren |
#TiempoDeRelatos
Tras cruzar la puerta que acababa de traerlos
de vuelta a los pasillos del Ministerio, Amelia, Alonso y Pacino caminaban en
dirección al despacho del subsecretario. A pesar del cansancio acumulado por la
cantidad de misiones a las que se habían enfrentado durante las últimas
semanas, los tres se encontraban de muy buen humor: acababan de salvaguardar otra
página de los libros de historia de España y además, tras esa jornada,
dispondrían por fin de unos cuantos días libres para reponerse.
—¿Y esa… cosa? —preguntó Pacino, con el ceño
fruncido. Al llegar a la entrada del despacho, se habían detenido junto a un
aparato pequeño, cuadrado y de color negro que descansaba en el suelo pegado a
la pared—. Parece una máquina para visionar diapositivas, pero ¿qué hace aquí
tirada?
Alonso se encogió de hombros y golpeó la
puerta cerrada con los nudillos, ignorando la curiosidad que el artefacto había
despertado también en Amelia. Como nadie respondió, el agente abrió la puerta
despacio y asomó la cabeza por la rendija. En el interior de la estancia se
encontraba Salvador, sentado en su silla de cuero y concentrado en la pantalla del
ordenador portátil.
—Estamos de vuelta…
—¡Ssssh! —Salvador agitó la mano y le mandó
guardar silencio. Un instante después, despegó la vista de la pantalla y los
observó con curiosidad—. Y ustedes ¿de dónde salen?
—Pues de mil setecientos… —comenzó a decir
Pacino, mientras los tres accedían al despacho.
—Espere un momento —pidió Salvador—. Va a
intervenir el líder de la oposición.
Los tres miembros de la patrulla
intercambiaron miradas desconcertadas; su superior estaba un poco raro. Con
disimulo, se aproximaron un poco más a la mesa y estiraron el cuello para ver
qué era lo que tenía tan ensimismado a Salvador. La imagen de la pantalla
mostraba una sesión del Congreso de los Diputados. Nada excepcional a simple
vista.
—¿La oposición de qué? —preguntó Pacino, que
empezaba a perder la paciencia. ¿Los estaba ignorando a propósito?
—Han tardado más de treinta años, pero por
fin se han decidido a considerar la derogación de la Ley 8055/1981. En este
momento están argumentando antes de llevar a cabo la votación. Si lo aprueban,
supondrá un avance fundamental para la cultura del país.
Pacino volvió a abrir la boca para contestar,
pero Amelia se le adelantó.
—Es una ley por la que se prohíbe la
celebración de espectáculos musicales en recintos con aforos de más de mil
personas. Su compañero Pacino seguramente tenga a bien explicarle los motivos
que llevaron a su redacción.
—Pues no —respondió el interpelado.
Seis ojos se clavaron en él de inmediato,
pero Pacino puso cara de póker y levantó las palmas de las manos en un gesto
que pretendía reafirmar su negativa.
—De acuerdo. Amelia, sitúese. Barcelona.
Veintiuno de abril de 1981. Palau de Montjuic. Primer concierto en España de
Bruce Springsteen, el aclamado músico estadounidense. Aunque en nuestro país
todavía no había alcanzado las cotas de fama que cosechaba en el resto del
mundo, más de siete mil personas se dieron cita para disfrutar de un espectáculo
musical sin precedentes. El concierto se suspendió y aquella fecha quedó
grabada en el calendario como «La noche del jefe marciano». El señor
Springsteen tuvo que ser evacuado con una lesión en la frente, aquello fue un
completo caos y la imagen de nuestro país quedó bastante deteriorada. Nos
acusaron de no disponer de una seguridad eficiente y de casi permitir que
secuestraran al señor Springsteen. Si tiene curiosidad puede verlo en vídeo… Fuimos
protagonistas de todo tipo de especulaciones, acaparamos portadas de diarios de
distintas partes del mundo y para sanar en cierta medida nuestra imagen de cara
al exterior… al exterior del país me refiero, claro… el gobierno decidió
aprobar la ley 8055. Desde entonces, como se puede imaginar, mientras las
grandes giras de artistas internacionales recorren cada país de Europa,
nosotros tenemos que conformarnos con pequeños recitales de artistas
nacionales, en ocasiones de manera clandestina. No me malinterpreten, yo soy el
primero que apuesta por los creadores españoles, pero la falta de apertura
también los afecta a ellos, que se están perdiendo recibir influencias nuevas.
Por no hablar del impacto económico que podría tener acoger a artistas
aclamados internacionalmente en nuestros escenarios…
—Pero tenía entendido que desde finales del
siglo XX, mi ciudad se había convertido en una parada casi obligada para
artistas internacionales y que esto había contribuido en gran medida a
enriquecer la cultura y la economía de la ciudad y el país.
—No sé quién le ha contado esa falacia,
Amelia, pero seguramente su intención no era otra que gastarle una broma.
Pacino, que parecía haber perdido la
capacidad de hablar, hizo un gesto con la cabeza que por suerte sus compañeros
supieron interpretar.
—De acuerdo. Gracias, Salvador. No le
molestamos más.
Salvador asintió con la cabeza, se empujó las
gafas con el dedo índice y volvió a fijar toda su atención en la pantalla. Los
tres agentes abandonaron el despacho en silencio.
—¿Qué sucede? Has empalidecido de súbito
—preguntó Alonso, una vez que estuvieron en el pasillo.
—Algo muy raro está pasando aquí. Algo turbio
—susurró Pacino, apretando las mandíbulas tras cada frase—. Eso que ha contado
Salvador no pasó nunca. Yo estuve en ese concierto. El Boss todavía no era tan
conocido aquí, pero…
—¿El… bos?
—Springsteen, se le conoce así. Algunos
conseguíamos su música grabada de manera pirata. Y el concierto fue brutal. Un
espectáculo. Sin incidentes. Y jamás he oído hablar de esa estúpida ley.
—Pero Salvador ha dicho que hay vídeos
—objetó Amelia—. Y parecía totalmente convencido de lo que contaba.
—¿Y yo no te parezco convencido? Te digo que
estuve allí. Creo que si hubieran evacuado a Springsteen con la cabeza abierta
me habría dado cuenta.
—No litiguéis. Será mejor que vayamos a verlo
—interrumpió Alonso, justo antes de echar a andar por el pasillo.
Los otros dos le siguieron hasta un despacho
que encontraron vacío, cerraron la puerta por dentro y encendieron el
ordenador.
—Nos vamos a meter en problemas por esto
—avisó Amelia.
—Creo que ya estamos en problemas.
Para sorpresa de todos, fue Alonso el que
tomó la iniciativa y empezó a teclear con bastante soltura, como si llevase
toda la vida utilizando la tecnología.
—Julián me ilustró sobre este chisme del
demonio. Dentro de él hay una especie de archivo con documentos en forma de
vídeo. Hay de todo. Desde mininos adorables hasta mancebos contando sus
andanzas cotidianas. Seguro que encontramos también tu recital. Ya está. Ahora
debemos buscar…
Y empezó a pulsar letras en el teclado:
E-L-B-O-S-R-E-C-I-T-A-L
—Mejor lo escribo yo —sugirió Pacino,
adelantándose.
No fue difícil localizar varios vídeos del
concierto. Aunque la calidad no era demasiado buena, podía verse que en mitad
de una de las canciones, empezaba un revuelo entre el público. La cámara se
movía de forma brusca y captaba un extraño elemento sobrevolando a los centenares
de personas que, tras ver que el artista había dejado de cantar, se habían dado
cuenta de que aquello no formaba parte de la actuación. Algunos habían empezado
a gritar, otros señalaban el artefacto y otros corrían buscando una salida. El
vídeo se cortaba ahí, pero era fácil de imaginar lo que había venido después.
Para complementar la información, buscaron
algunos periódicos de la época. Efectivamente, el incidente acaparaba las
portadas de la mayoría de ellos. En algunos incluso aparecía una fotografía de
Bruce Springsteen sangrando por una brecha abierta en la frente. Otros habían
captado justo el instante en el que el extraño aparato (algo redondo y con
muchas lucecitas) había golpeado al cantante. Los titulares hablaban de una
invasión, de un intento de secuestro a Springsteen y las sospechas apuntaban
directamente a seres de otro planeta. De hecho, días después, un grupo de
personas incluso había creado una asociación de asistencia a extraterrestres,
por si aquellos visitantes del concierto no eran los únicos y necesitaban ayuda
para desenvolverse en la Tierra.
—Tenemos que ir a 1981 y ver qué narices está
pasando aquí.
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Arte de Pride hobbit |
—Pero no podemos contar con Salvador…
—Pues tendremos que descubrir nosotros solos
qué puerta es.
Sin tener muy claro a dónde iban, los tres
salieron del despacho. Unos pasos más allá, vieron que un hombre se acercaba a
ellos a buen paso.
—Hombre, Spínola, ¿cómo vos por aquí?
—Voy a
matar a ese hijo de puta y a recuperar a mi hija. O recuperar a mi hija y matar
a ese hijo de puta. Libro. Quise decir libro —respondió Spínola, sin mirarlos y pasando de largo.
—¿Qué dice?
—Aquí están aconteciendo cosas muy extrañas
—dijo Alonso, antes de santiguarse.
—¡Irene! —exclamó Amelia, para atraer la
atención de la mujer que acababa de doblar la esquina.
—Ahora no puedo, Amelia. Estoy ocupada con…
—Irene dejó de hablar mientras ponía un gesto de estar pensando—. Algo. ¿Qué
iba a hacer?
—Ibas a acompañarnos a la puerta del veintiuno
de abril de 1981 en Barcelona —respondió Amelia.
—Es verdad. ¡Qué cabeza la mía!
Los dos hombres observaron a Amelia y le
dedicaron gestos de felicitación. Después de prepararse, todos caminaron por
los pasillos hasta la puerta 1394. Tras haber reflexionado, decidieron que no
era seguro que Pacino fuera con ellos, pues se suponía que él estaría en el
concierto.
—¿Y qué hago mientras? —susurró.
—Intenta averiguar qué está pasando aquí
—respondió Amelia—. Por qué todos parecen haber perdido el juicio…
Varias horas más tarde, la puerta 1394 volvió
a abrirse. Pacino, que estaba sentado junto a ella, se puso de pie a tiempo
para comprobar que por la puerta llegaban tres y no dos personas.
—¿Qué? —preguntó con ansia a sus compañeros.
—Resuelto. El supuesto extraterrestre no era
más que un trasto del futuro manejado por este mequetrefe —explicó Alonso,
señalando con la cabeza al hombre al que sujetaba por las muñecas—. Pudimos
interceptarlo antes de que pusiera todo patas arriba.
—¿Y a ti qué te ha pasado? —cuestionó Amelia,
al ver el aspecto de Pacino. Tenía algunos rasguños en la cara y los brazos,
así como la ropa arrugada y manchada de sangre y polvo.
—¿Y a qué se deben esas marcas de bala en la
pared? —añadió Alonso.
—Es una larga historia —respondió él,
mostrándoles la máscara que llevaba en la mano—. El resumen es que han robado el Libro de las Puertas. Y la mayoría de funcionarios están KO por el efecto de un gas que borra la memoria. Se ve que justo cuando llegamos se había disipado
el primer ataque, pero luego hubo más. Lo que vimos junto a la puerta de
Salvador no era para diapositivas, sino una máquina emisora de gas.
Mientras hablaba, Pacino no había quitado ojo
al tipo que sus dos compañeros habían traído. Por su gesto de suficiencia,
sospechó que ambos sucesos estaban relacionados.
—Tú no sabrás algo de esto ¿verdad, gusano?
—le preguntó, acercando la cara a la suya.
—Puede…
—¡Desembucha!
—¿Y qué gano yo a cambio?
—Conservar la tapa de los sesos —zanjó
Pacino, poniendo una pistola en la sien del hombre.
Tras una negociación no muy ortodoxa, el
hombre empezó a soltar por la boca una historia de lo más rocambolesca, pero
que parecía explicar lo que había sucedido. O, al menos, una parte. Por lo
visto, se trataba de una agente de DARROW, que formaba parte de una escisión
liderada por una tal Constancia Rodríguez y su objetivo era sabotear
determinados momentos de la Historia de España como venganza por el asesinato de su jefe a manos de Lola Mendieta.
Tras conseguir que Salvador volviera en sí,
el subsecretario comenzó a mover hilos y descubrió que el robo del libro
también había sido pertrechado por otro bando de DARROW, liderado por la misma
mujer. Además, gracias al robo de unos planos de las puertas, habían conseguido
introducir fácilmente en el Ministerio unas máquinas de gas amnésico, pues
estaban convencidos de que la historia se pervertiría sola, así que lo único
que debían hacer era impedir que los funcionarios se percataran de ello.
Pero ¿por qué dos ataques simultáneos, en dos
lugares distintos y protagonizados por dos bandos enfrentados de la misma
organización?
—Quiere distraernos —dijo Amelia, de
repente—. Ganar tiempo.
—Creo recordar que en una grabación de una
radio interna americana se escuchaban rumores sobre alguien que planeaba acabar
con DARROW. Impedir que se crease —balbuceó Salvador, todavía aun poco
confundido—. Pero no creo que sea posible…
—Encaja. ¡Hay que hacer algo!
—Tiene razón. Sea como sea, no podemos
arriesgarnos. Voy a enviar una patrulla de inmediato en busca de Constancia
Rodríguez. Que alguien me traiga un café, por favor —solicitó Salvador, antes
de descolgar el teléfono para hacer una llamada—. Noto la cabeza como si la tuviera
llena de algodón de azúcar…
—¿Algodón… de… azúcar? —repitió Alonso,
sacudiendo la cabeza mientras cerraba la puerta del despacho tras de sí—. Este
hombre está peor de lo que pensaba…
LA LEY BOSS
Inés DíazArriero
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