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miércoles, 29 de agosto de 2018

21- NUEVOS MUNDOS, VIEJOS AMIGOS

Carta redactada por Luis de Torres, interprete y explorador español, a dictado de Juan Rodríguez Bermejo, dirigida a la familia de éste último y aparecida en los archivos clasificados del Ministerio del Tiempo


“En el nombre de Dios Misericordioso, yo, Juan Rodríguez Bermejo, escribo esta carta el día catorce de octubre del año de nuestro señor de mil y cuatrocientos y noventa y dos, festividad que es de San Calixto, mártir. Deposito ante los ojos de Dios y los de la Virgen María, que lo que en ella me dispongo a referir es cierto, y, si omitiera algo, más sería por el cansancio de los hechos vividos en los últimos meses -que veces hay que le nublan a uno el entendimiento y la memoria-, que por mala fe de parte mía.  
Sucedió que, el último día del mes de julio del año en el que nos encontramos, en volviendo yo de faenar por el río que llaman del Guadalquivir,  fui asaltado por dos hombres a la altura del castillo de San Jorge, sede de la Santa Inquisición. 
Hubiéralos tomado yo por dos simples bandidos, -que en Sevilla hay en mas número que en el resto de ciudades de la cristiandad-, de no haber sido porque tras grande forcejeo y no poca resistencia por parte mía, -que aunque de baja estatura y menguadas carnes,  más de uno y de dos marineros han acabado en tierra tras enfrentárseme-, me obligaron a entrar con ellos por un pórtico trasero de las murallas del castillo, que si no fuera porque lo vi abrirse, hubiese jurado que había aparecido allí como por brujería, de tan desapercibido que había sido para mí hasta aquel momento. Entrados allí, y tras atravesar a tientas un corto pasillo, tuvieron a bien conducirme por una suerte de escalera redonda y amplia hasta un salón superior y, en cruzando otro pasillo más luminoso, fuimos llegados a otra salita, mas angosta que áquel del que veníamos, mas igual de oscura. A fe mía que en aquel sitio vieron estos mis ojos cosas extraordinarias: las paredes estaban ricamente decoradas, con lienzos tan perfectos que más parecieran una ventana a la cual se asomaban aquellos que estaban allí representados; colgaba de uno de aquellos muros un círculo de cristal con dos varillas que giraban alrededor de un eje, a distinta velocidad, sin nada que las impulsara, cosa que me pareció demoníaca; en el techo pendía una especie de lámpara, más tan ridícula, que no había en ella nada que pudiera arder; en medio de aquel lugar, dos sillas de un material que no hube visto antes, y una mesa de una madera tan bien labrada que diríase que hubiera sido hecha por un gran maestro. Tras ella nos aguardaba un hombre de avanzada edad, que, por su elegante forma de vestir, tuve por cierto que se trataba de alguien cercano al Inquisidor General. Con un ligero movimiento de mano dio instrucciones a mis captores para que abandonaran la sala, quedando los dos solos y en tan grande silencio como pueda usted imaginar. Habiéndose levantado, se presentó ante mí con gran educación, a lo que respondí como nos es mandado por Dios, y más ante una persona de tan cristiano nombre, y me llevó a un extremo de la habitación desde donde, a través de un ventanal, se veía un patio, sólo provisto de un adusto pozo en el centro. 

Como si de alguien conocido por mi se tratara, durante largo rato me habló, animándome a llevar a cabo una empresa que yo había rechazado en la víspera,  que no era otra que la de acompañar al almirante Cristóbal Colón a encontrar una ruta alternativa a las Indias, que yo pensaba que era cosa peligrosa y por demás imposible de llevar a cabo. Muchas veces he discurrido, a lo largo de estos últimos meses, y aún ahora mientras escribo estas líneas, el motivo por el que aquel hombre insistió tanto en mi participación en aqueste viaje, siendo yo marinero joven y de poca experiencia. Tanto y tan largamente insistió, y tantos buenos augurios me dio,  que finalmente acepté, y, al alba del tres de agosto abandonamos el puerto que llaman el de Palos, embarcados en tres majestuosas carabelas, las más grandes naos que yo jamás hube visto, que llamaban la Pinta, la Niña y la Santa María, yendo yo en la primera, por demás la más velera de todas.

Fue, tras muchas jornadas de penosa navegación, cuando ya la carne olía a podrido y el vino comenzaba a agriarse en las bodegas, -motivos por los cuales la tripulación empezaba a pensar en amotinarse (tan grande es el efecto que la escasez de vino produce en los marineros)-, que en la mañana del doce de octubre, avisté tierra firme desde mi puesto de vigía en la Pinta, capitaneada que era por Martín Alonso Pinzón. Mas, tan inescrutables son los designios de Dios Nuestro Señor, que aquella tierra que pisaríamos no habían de ser las Indias, sino lo que nuestro almirante tuvo a bien llamar, el Nuevo Mundo. 
De todos era sabido que áquel que fuera el primero en ver tierra firme sería digno de muchas mercedes. Mas, en conversación mantenida con Maese Colón, propúsele un trueque por el único privilegio que deseaba, que no era otro que, esa isla que ahora pisábamos llevara el nombre de aquel hombre, de blancos cabellos y tiernos modales, que insistió en que yo me embarcara en tan importante travesía. 
En viendo el almirante que mi petición era sincera, y que otra cosa no aceptaría que no fuera aquello, con gran alegría accedió, mas quedando este trato entre nosotros, y sin que nadie más debiera conocerlo.
Y así quedó, escrito en su diario, que esta isla habría de ser llamada en adelante Isla de San Salvador. 



Juan Rodríguez Bermejo, "Rodrigo de Triana"


Isla de San Salvador 
Catorce de octubre de mil y cuatrocientos y noventa y dos."

lunes, 19 de junio de 2017

18 - DOS NOTAS QUE DEL LAÚD A UN TIEMPO LA MANO ARRANCA

#TiempoDeRelatos 
¿Y si la PATRULLA hubiera conocido a Béquer en1858? Una boda que nunca tuvo lugar. El poeta y la poesía
Foto montaje sobre el gran arte de la luz de @TamaraArranz @kathadigra sobre @tamarnovas


Dos notas que del laúd a un tiempo la mano arranca

Chapter 1: Mientras haya un misterio para el hombre



Las semanas que siguieron a la misión de la Residencia de Estudiantes se hicieron eternas y muchas veces Amelia pensó que no iban a tener fin.
Los acontecimientos ocurridos en la misma se habían sucedido de forma tan repentina e intensa que no había tenido tiempo de procesarlos bien y ahora se encontraba perdida en un mar de sentimientos muy diferentes. Ella, quien siempre había sido una joven muy reflexiva, rara vez se había dejado llevar de esa manera por sus emociones.
Incluso en la universidad sus compañeros y profesores habían empezado a darse cuenta de que algo no iba bien respecto a ella. Amelia siempre se había caracterizado por ser una estudiante despierta y atenta en las clases, siempre dispuesta a intervenir en las mismas provocando algún que otro bufido de exasperación por parte de los docentes y risitas mal disimuladas por parte del resto de alumnos. Era una joven que se resistía a jugar el papel que la sociedad había diseñado para las mujeres y eso causaba cierta irritación, especialmente en los catedráticos.
Pero no aquellos días. Amelia Folch seguía acudiendo a sus clases en la Universidad de Barcelona, pero permanecía en silencio en su asiento de costumbre con la mirada baja y perdida en sus propias ideas en un gesto de amargura que no lograba esconder. A veces se limitaba a mantener las manos posadas sobre las hojas en blanco de su cuaderno y otras ni siquiera llegaba a abrirlo. Al principio, ésto había causado cierto alivio entre los profesores, quienes estaban hartos de aguantar sus impertinentes interrupciones, pero conforme fueron pasando los días no pudieron evitar preocuparse por su alumna.

lunes, 22 de mayo de 2017

14.-EL ARTIFICIO DE JUANELO


EL ARTIFICIO DE JUANELO

      Autor Cris Snape      
#TiempoDeRelatos

Disclaimer: El Ministerio del Tiempo no me pertenece y hago esto sin ánimo de lucro.

¿Y si en algún momento de la historia Juanelo Turriano hubiera sido un afamado inventor, a la altura del mismísimo Leonardo Da Vinci? Obligados por las circunstancias, Julia Lozano y Joaquín Argamasilla comprenden que a veces el pasado debe cambiar para que todo siga igual.



 Toledo, 23 de febrero de 1569.
La primera vez que Julia vio el Artificio de Juanelo tenía doce años. Fue durante una excursión escolar y a esas alturas de su vida no sabría decir si dicho acontecimiento ocurrió en el pasado, el presente o el futuro. Había viajado en el tiempo tantas veces que comprendía que todo era una cuestión de perspectiva.





El artefacto que la pequeña Julia contempló era distinto aquel. Con el paso de los siglos se había visto sometido a numerosas mejoras y remodelaciones y en algún momento había dejado de utilizarse, cuando la modernidad había traído consigo sistemas de alcantarillado que Juanelo Turriano nunca alcanzó a imaginar. Aún así seguía en pie, como la preciosa Catedral, como el imponente Alcázar reconstruido una y otra vez, como las mezquitas, las sinagogas. Como Toledo entero, mezcla de gloria y decadencia, de belleza sobria un poco desconchada en algunas partes.
Durante siglos, el Artificio de Juanelo fue una de las obras cumbres de la ingeniería hidráulica europea. Fueron muchos los que copiaron su estructura para abastecer de agua ciudades enteras, aunque sólo en Toledo se logró semejante nivel de perfección. Julia se sintió maravillada cuando lo vio por primera vez y todo el vello se le puso de punta cuando contempló el momento de su inauguración.



Definitivamente viajar en el tiempo era maravilloso. Tenía sus partes oscuras pero la luz de instantes como aquel lo compensaba todo con creces. A su lado, Joaquín rechinó los dientes y dio un paso atrás.


viernes, 19 de mayo de 2017

12.- TIEMPO DE... LIOS

¡Hola! Buenas tardes a todos, mis mini-histéric@s favoritos. Os dejo mi "pequeña" participación esperando que os guste y os echéis un rato agradable y unas risas. Como mi historia tiene varios capis (8), os dejo el primero y os pego links a los demás para no petar yo sola este blog comunitario.  En cualquier caso,  si ya me seguís en el blog, en fanfiction o en wattpad sabéis que también los pego por ahí. Besos Giadéllicos!


Relato creado para participar en el evento #Tiempoderelatos, de descarada inspiración whovian en su banda sonora 🙂


                          Arte de Jaime Martinez Rodriguez
Después de correrse la voz de las consecuencias de los dispositivos en la salud de los agentes de Darrow y a un paso de la rebelión de estos, se produce un ataque sorpresa al Ministerio del Tiempo. Porque, lejos de aceptar quedarse fuera del negocio, gasear el Ministerio es un primer paso en su intención de hacerse con el control. Romper la seguridad, ver la reacción del subsecretario y el protocolo de actuación para no fallar en su segundo ataque: el mortal.
Con pequeñas apariciones de los personajes antiguos de la serie como Pacino o Lola Mendieta, y algunos novedosos, como —la que presumo va a ser muy odiada, pobre—Marta.
Descargo de responsabilidad: No me pertenece nada, salvo la paranoia expuesta y todo lo que no pertenezca a los demás. Todo lo relacionado con El Ministerio del Tiempo es de Olivares, Schaaff y compañía. Los esbozos principales del argumento del ataque de Darrow pertenecerán a quién pertenezca, yo sólo me he limitado a darles forma y contexto.  Vídeos y demás, ídem. ¡Disfrutad!
*Nota de autora: Como es probable que muera en el intento de sacar todos los capítulos antes del lunes 29, cualquier fallo ortográfico tendrá que esperar a ser corregido en futuras ediciones (probablemente, cuando resucite la semana que viene). Beso Giadéllico!
Tiempo de... líos.
Capítulo I
Ministerio del Tiempo_2017.
Alonso de Entrerríos estaba hecho a combatir en las distancias cortas, en las largas, con las armas más sofisticadas e incluso teniéndose que valer únicamente de sus propias manos. Había luchado —y sobrevivido; que su “muerte” se había debido realmente a otros asuntos, mucho más feos y peligrosos— en la guerra en Flandes. Y su paso por el Ministerio le había fortalecido, había aprendido nuevas técnicas y le había obligado a hacerse a todo tipo de ambientes… O eso creía él.

Lo cierto es que ni Alonso, ni Amelia, ni los que aún se tenían en pie en esos pasillos del demonio, estaban acostumbrados a enfrentarse de manera eficaz a la hipoxia. Y ni que decir tiene que los que habían sucumbido ya, mucho menos.
Incapaz de ver lo que tenía a los laterales, como los borricos en los campos, lo que veía por el visor de plástico medio empañado era un panorama desolador. Demasiado parecido a su vida anterior como soldado: sus compañeros de trincheras abandonados a su suerte,  tirados en el suelo como muñecos,  pero sin aliento… muertos. ¿Muertos?
Intentó apartar tan macabro pensamiento. No, no iba a morir nadie. La rabia que sintió le sirvió para tirar con más fuerza y determinación, para acelerar el paso. La carga del maldito traje de seguridad (con respirador interno incluido) no era nada en comparación a arrastrar a duras penas el peso del cuerpo a su compañera,  que se le medio asfixiaba entre los brazos luchando por no respirar. Porque de eso era de lo que se trataba, de no respirar ese humo tóxico. O eso les habían dicho antes de bajar.
Eran el equipo de contención, de evacuación, o cómo diablos lo hubiera llamado Irene. Y qué cosas: ahora eran ellos los que necesitaban ayuda. Porque para Amelia no había ni tiempo ni gaitas, la rotura en su traje era grande y el gas se colaba por ella. Tenía que sacarla de allí sí o sí, su amiga no iba a unirse a los cientos de cuerpos que yacían de cualquier manera por los pasillos.
No daba tiempo a volver arriba pero había una puerta… Una puerta que podían cruzar y buscar un matasanos, un curandero… o algo. Y estaba cerca. Podía funcionar.

Continúa en Capítulos II a VIII
#tiempoderelatos

miércoles, 17 de mayo de 2017

11.-LA LEY BOSS

#TiempoDeRelatos


Tras cruzar la puerta que acababa de traerlos de vuelta a los pasillos del Ministerio, Amelia, Alonso y Pacino caminaban en dirección al despacho del subsecretario. A pesar del cansancio acumulado por la cantidad de misiones a las que se habían enfrentado durante las últimas semanas, los tres se encontraban de muy buen humor: acababan de salvaguardar otra página de los libros de historia de España y además, tras esa jornada, dispondrían por fin de unos cuantos días libres para reponerse.
—¿Y esa… cosa? —preguntó Pacino, con el ceño fruncido. Al llegar a la entrada del despacho, se habían detenido junto a un aparato pequeño, cuadrado y de color negro que descansaba en el suelo pegado a la pared—. Parece una máquina para visionar diapositivas, pero ¿qué hace aquí tirada?
Alonso se encogió de hombros y golpeó la puerta cerrada con los nudillos, ignorando la curiosidad que el artefacto había despertado también en Amelia. Como nadie respondió, el agente abrió la puerta despacio y asomó la cabeza por la rendija. En el interior de la estancia se encontraba Salvador, sentado en su silla de cuero y concentrado en la pantalla del ordenador portátil.
—Estamos de vuelta…
—¡Ssssh! —Salvador agitó la mano y le mandó guardar silencio. Un instante después, despegó la vista de la pantalla y los observó con curiosidad—. Y ustedes ¿de dónde salen?
—Pues de mil setecientos… —comenzó a decir Pacino, mientras los tres accedían al despacho.
—Espere un momento —pidió Salvador—. Va a intervenir el líder de la oposición.
Los tres miembros de la patrulla intercambiaron miradas desconcertadas; su superior estaba un poco raro. Con disimulo, se aproximaron un poco más a la mesa y estiraron el cuello para ver qué era lo que tenía tan ensimismado a Salvador. La imagen de la pantalla mostraba una sesión del Congreso de los Diputados. Nada excepcional a simple vista.
—¿La oposición de qué? —preguntó Pacino, que empezaba a perder la paciencia. ¿Los estaba ignorando a propósito?
—Han tardado más de treinta años, pero por fin se han decidido a considerar la derogación de la Ley 8055/1981. En este momento están argumentando antes de llevar a cabo la votación. Si lo aprueban, supondrá un avance fundamental para la cultura del país.
Pacino volvió a abrir la boca para contestar, pero Amelia se le adelantó.
—¿Y en qué consiste esa ley?


viernes, 12 de mayo de 2017

7.- SE ACABÓ EL TIEMPO


SE ACABÓ EL TIEMPO por Erin Æ. Il Sogno di Roma
Arte de Numenoreano
 
Descargo: El Ministerio del tiempo y los personajes aquí reflejados son creación de los hermanos Olivares. Nada de lo aquí retratado me pertenece.
Pero ay del que se adentre en esta historia, porque, para variar, he buscado romper un poco con lo habitual en este fandom. Así que mi única petición es que abráis vuestra mente y os liberéis de cualquier prejuicio. Cualquier género le va bien al Ministerio.
Si os vaga escuchar algo de música para ambientar el relato, quizás os interese saber que lo escribí con la B.S.O. de El incidente (The Happening) de fondo.
Advertencias: abstenerse claustrofóbicos. Nah, sería cruel xD Es para todos los públicos.
El resto, creo que estáis preparados para acceder por el carcomido portalón del Palacio de Sueca, aunque puede que no salgáis…


Se acabó el tiempo

Angustias acababa de entrar por la puerta del despacho del subsecretario, cargando dos carpesaros con documentación clasificada. La buena mujer aparentó un fingido pesar por interrumpir la tensa discusión mantenida a tres bandas entre el señor Martí, Ernesto e Irene, pero en el fondo sus superiores agradecieron la tregua que les estaba brindando.
El móvil de Irene se iluminó dentro del bolsillo de su pantalón. Sin embargo, no llegaría a mirarlo.
De pronto, las sirenas comenzaron a aullar, señal inequívoca de que se había producido una incursión hostil dentro del Ministerio. Sonido enlazado, también, al inmediato sellado metálico del acceso a cualquier puerta del tiempo. A partir de la activación del sonido de la alarma, nadie podría entrar ni salir del Ministerio por esas vías.
Casi inmediatamente después, se escucharon los gritos. Desconcierto primero, y luego desesperación. Anunciaban la inminente aparición del enemigo que les estaba asediando.
Ernesto subió las persianas venecianas, y entonces a través de los ventanales de la oficina principal, vieron a sus compañeros corriendo delante de un humo opaco, que los engullía y se tragaba hasta la luz.
En esos breves segundos entre el silbato de emergencia y el primer funcionario que logró salir al patio, Irene sintió el impulso de lanzarse a ayudar, a investigar, a la acción. Pero al advertir que se trataba de un ataque químico, se desprendió rauda de su chaqueta y taponó la rendija inferior de la puerta acristalada.
Ernesto y Salvador la imitaron. Angustias, no, porque la pobre todavía estaba aturdida por la rapidez con que se estaban precipitando los hechos. Por desgracia, su corta experiencia como agente frente a Napoleón no la había preparado lo suficiente para un asalto violento.
Y ahora —exactamente cuarenta y nueve segundos tras el comienzo del fin—, en aquella cámara estanca que antes era el despacho de Salvador Martí, los cuatro se hallan relativamente seguros, sumergidos en la total inseguridad de no saber lo que está pasando.
Fuera sólo se atisba una calígine artificial. Densa y grisácea. Los cuatro pendientes de escudriñar más allá del mirador de cristal algún movimiento, amigo o enemigo. Pero sólo se escuchan gritos.
Y luego, nada.
Salvador descuelga el teléfono que duerme sobre su escritorio. Marca la extensión de la primera oficina que se le ocurre. Al azar. O quizás no tanto.
Por fortuna, después de una tos, una voz conocida le responde al otro lado de la línea.
—¡Velázquez! —Suspira cruzando una mirada de alivio con sus subalternos—. ¿Se encuentra usted bien? ¿Están todos a salvo por ahí?
La previsible respuesta se retrasa por otro carraspeo.
—Sí, sí —acierta a decir susurrante don Diego, tras recomponerse un poco de la expectoración—. Nos hemos encerrado unos cuantos en mi estudio. La verdad es que a mí apenas me dio tiempo a… —se frena ante una nueva sacudida de tos—… a salir, cuando una marabunta de gente entró en tropel, arrasando y tirando los caballetes por los suelos.
La exageración del pintor recibe una airada queja de los escasos compañeros que se agolpan a sus espaldas, atentos a la conversación.
—Bueno, bueno, déjese de glosas —ataja Salvador—. ¿Desde allí pueden oír algo? ¿A los asaltantes? ¿Han visto a alguien sospechoso?
—No, no hemos visto nada, y de momento no ha pasado nadie por delante del estudio, que hayamos notado. —El retratista calla—. Pero es evidente que esto es obra de un agente externo. No creo que a ningún colega en su sano juicio le haya dado por vaciar todos los extintores… Aguarde un momento.
El artista intercambia unas palabras con los allí presentes. Por lo que llega a entender el subsecretario, parecen unas nerviosas directrices para que alguien espabile y tape de una maldita vez el quicio, porque se les está llenando la habitación de gas.
»En fin, le mantendré informado ante cualquier novedad.
En esta ocasión, la tos que quiebra la voz del pintor es más intensa, y no atina a enmascararla, como pretendía, para no delatar su presencia a posibles extraños. Sobrevienen unos segundos de mudez, escrutando hipotéticos movimientos fuera, hasta que al fin, descarta el peligro.
»¿Qué estaba diciendo?
—Nada, Velázquez, que me tendrá al corriente de lo que suceda por allá. Ah, y por lo que más quiera, manténgase con vida. Sólo nos faltaba que lo tomaran como rehén, o algo peor, antes de pintar Las meninas —apunta Salvador no sin cierta sorna, pero nadie le ríe la gracia al otro lado.
Por contra, la contestación que recibe lo deja parado.
—Disculpe, ¿pintar el qué?
El subsecretario traga saliva. Puede que el artista simplemente no le haya oído bien.
Las meninas, Velázquez, Las meninas —repite más alto—. Que ya estuvo a punto, cuando casi se nos fue al otro barrio por la gripe.
Los silencios son cada vez más espaciados.
—No le entiendo. ¿Que estuve a punto de qué?
Al señor Martí estas preguntas ya le mosquean. No hay signos de que la línea se esté entrecortando, pero prefiere asegurarse.
—Velázquez, ¿me escucha usted bien?
—Sí, sí, le escucho. Le escucho perfectamente, pero…
La pausa a Salvador se le vuelve eterna.
»¿Con quién hablo?
El subsecretario cuelga mecánico el auricular, con los ojos posados en un punto indeterminado de la pared.
Las miradas interrogantes de Ernesto e Irene le incitan a pronunciar su temor. ¿Y si los vapores contienen alguna sustancia que provoca amnesia o pérdidas de memoria?
En ese instante, el móvil de Irene vuelve a iluminarse. Casualidad, porque su portadora ya estaba echando mano de él para realizar a su vez una llamada urgente, si bien a otro compañero distinto del que ahora la atañe.
—¿Pacino? —murmura cauta—. Claro que no podéis usar las puertas para regresar, han sido bloqueadas —modula aún más su tono, confiriéndole máxima confidencialidad—. Estamos siendo atacados.
Atacados, ¿cómo que atacados?, se figuran Salvador y Ernesto que contestará el agente.
Efectivamente.
Ernesto no lo demora más. Entretanto Irene continúa informando a la patrulla, él hace lo propio con Spínola. Fuerzas de choque. Soldados a espuertas. Que vengan ipso facto los tercios de Flandes y hasta la guardia pretoriana de Trajano si es preciso.
»Alonso también quiere intervenir —comunica Irene apenas corta con Pacino, sabedora de que el general italoespañol ya está al corriente de todo—. Van a intentar coordinarse con Spínola, que supongo que asumirá el mando de la misión —asegura para tranquilizar a Angustias mientras vuelve a marcar otro número, esta vez el de un viejo amigo—. ¡Julián! Gracias a Dios que me lo coges. Necesitamos tu ayuda.
Lo cierto es que la señorita Larra podía haber preferido los conocimientos de algún insigne químico o farmacéutico español, pero Julián tiene fama de estar al día de cualquier actualización o nuevo avance en sanidad y bioquímica.
No se equivoca. Gracias a la pormenorizada descripción de Irene, el antiguo agente cree saber a lo que se enfrentan. Y no es nada bueno. De hecho, es peor.
La preocupación se refleja en el rostro de la jefa de logística. El miedo, no, pese a empezar a sentirlo. En el fondo, también se considera actriz, y busca por todos los medios no descorazonarse con lo que le está contando Julián, disimulando para no asustar a la buena de Angustias, cuya cara sí que es un poema. Elegiaco, más bien.
De tanto en tanto, Irene espeta irritada que no entiende toda esa terminología clínica. Un Julián, háblame en cristiano (poco común en ella) se le escapa varias veces. Es comprensible, puede que sea consciente de la existencia de agentes nerviosos o discapacitantes como categorías dentro de las armas químicas, incluso puede llegar a inferir el significado de inhibidor de neurotransmisores, pero términos como VX o BZ (Bencilato de no sé qué dinilo) le son totalmente extraños, lo cual la sulfura aún más.
Y sin embargo, lo que más la sobrecoge es la reacción de Julián, fúnebre, pesimista, incapaz de aportar un mínimo rayo de esperanza en el caso de que crucen más allá del despacho.

ARTE DE Spectre 4
Se despide arrastrando un de acuerdo, de acuerdo que no gusta nada a Salvador.
—¿Qué te ha dicho? —le reclama Ernesto en cuanto cuelga.
Irene no acierta a escoger las palabras para adornar un poco la cruda realidad de su situación. Con la cabeza vencida sobre el móvil, juguetea con él entre sus dedos.
—¡Habla, mujer! —se descontrola Salvador, para procurar sosegarse seguidamente—. Perdona —se disculpa llevándose una temblorosa mano a la frente—, no me lo tengas en cuenta, Irene, estoy un poco alterado.
Irene niega imperceptible con la cabeza. Y más que lo vas a estar.
—Por lo visto —inicia titubeante—, podría tratarse de un gas experimental. Habrían conseguido combinar dos compuestos, en principio, incompatibles: VX y BZ.
—Dios mío —blasfema quedo Ernesto. Él sí los conoce, de la II Guerra Mundial.
Para Salvador esas dos palabras (Dios mío) suponen un mazazo. Su amigo suele ser imperturbable, y antes que abandonarse a la negatividad, improductiva al fin y al cabo, siempre tiende a pensar las posibles vías de escape. Pero ahora lo contempla, derrotista y abatido.
Asiente pausado el subsecretario, convencido. —Vaya, veo que es más grave de lo que me había imaginado —reflexiona, sentándose en su sillón, frente al escritorio—. Velázquez no va a recuperar la memoria, ¿no?
—Tanto el VX como el BZ minan distintas funciones del sistema nervioso —refiere Ernesto—. El VX comporta pérdidas de memoria, amnesia, irritabilidad, comportamientos agresivos, y otras disfunciones de tipo fisiológico como depresión respiratoria, bradicardia… En cambio, el BZ cursa con taquicardias, aumento de la temperatura corporal, alucinaciones, ataxia…
—¿Y eso qué significa? —interviene medrosa Angustias.
—La ataxia provoca la descoordinación de nuestros movimientos, como si no tuviésemos ninguna voluntad sobre ellos y no pudiéramos controlarlos —aclara Ernesto.
—¿Y no hay ningún antídoto para eso? —insiste la secretaria, cada vez más atemorizada.
—Al tratarse de un compuesto experimental, y encima con sustancias opuestas, que deberían anularse, pero como sea, han logrado que se mantenga estable —intenta explicarse Irene con tanto embrollo—, todavía no se ha desarrollado un tratamiento, porque aquello que consigue anular a una, no sirve para la otra, y viceversa.
—¡Pero no tiene ningún sentido! —increpa Salvador, propinando un súbito golpe con la palma en la mesa—. ¿Por qué? ¿Quién querría lanzar un ataque así al Ministerio; y además de eso, que también dispusiera de esa tecnología?
—Julián leyó noticias sobre algunos ataques químicos que se han estado llevando a cabo en Oriente Próximo. Dice que la zona es como un enorme laboratorio que las dos grandes potencias han elegido para poner en práctica sus últimos experimentos de forma velada y acotada —notifica Irene para arrojar algo de luz a las sospechas del señor Martí—. Cada país filtra a los medios de comunicación que el contrario ha empleado sustancias prohibidas, gas sarín, por ejemplo; pero indagando un poco sobre la sintomatología que reflejan los periodistas en sus artículos, los entendidos descartan la versión oficial porque no les cuadra, y sacan sus propias conjeturas.
—Vamos, que básicamente sólo Rusia y Estados Unidos tendrían la capacidad suficiente como para sintetizar ese tipo de agregado neurotóxico —deduce Ernesto ágilmente.
—Darrow… —masculla Salvador—. ¡Maldita sea! Apuesto a que esos cabrones han movido cielo y tierra para hacerse con ese compuesto.
—Si de verdad cuentan con ese artilugio que le mostró Lola Mendieta —aventura Ernesto—, no les habría sido difícil teletransportarse al complejo militar que lo estuviese ensayando y produciendo.
—Bueno, ahora mismo no sirve de nada quejarse amargamente de Darrow —sentencia enérgica Irene—. Julián me ha rogado por activa y por pasiva que en ningún caso se nos ocurra salir del despacho. Por nada del mundo debemos entrar en contacto con el gas.
Foto de Tamara Arranz
—Voy a avisar inmediatamente a Spínola y Alonso —reacciona interrumpiéndola Ernesto—, que se provean de equipos de protección NBQ. Sólo nos faltaba eso, que vinieran a rescatarnos y se quedaran en el camino.
—Jesús —se lamenta Angustias—. Espero que al resto de nuestros compañeros también se les haya ocurrido cubrir las rendijas. ¿Qué les va a pasar a los que se tragó el humo? —pregunta casi gimoteando.
Irene mira a Salvador, dudando. Puede resultar contraproducente que su amiga esté tan informada, pero a la postre no tiene elección. Salvador y Ernesto sí que deben conocer todos los detalles.
—Todo depende de la concentración en aire, es decir, de la cantidad de sustancia que se haya dispersado. Lo malo es que estos agentes son altamente nocivos y, con pocos miligramos, sus efectos ya son irreversibles y letales a corto plazo. Conllevaría muerte de dos a cuarenta y ocho horas.
—Y los síntomas, ¿son una combinación de los que causan ambos? —inquiere esta vez Ernesto.
—Julián cree que primero se manifestaría desorientación, pérdidas de memoria reciente, amnesia… No se atreve a afirmar que también afecte a los recuerdos y memoria a medio y largo plazo, pero piensa que existe una alta probabilidad.
—Por eso a Velázquez le costaba reconocerme según transcurrían los minutos —colige Salvador tamborileando los dedos sobre el reposabrazos de su silla.
—También cree que luego se sufrirían alucinaciones, perdiendo la noción de la realidad, que desembocaría en reacciones violentas y agresivas y comportamientos irracionales.
Angustias se persigna fugazmente, hecho que no pasa desapercibido para los tres.
»Espasmos, movimientos bruscos involuntarios, dificultad para respirar, fallo cardiaco, coma y… muerte —confirma Irene—. Aunque eso sólo ocurriría si, como digo, la cantidad de sustancia disuelta en aire es importante —apostilla para que Angustias no se eche a llorar directamente con el panorama que le ha descrito.
No obstante, Salvador y Ernesto tienen claro que importante pueden ser sólo diez miligramos o menos.
—Muy bien —tercia Salvador—. Entendido. No salir de la habitación y esperar a que vengan los nuestros. Es una misión fácil, Angustias, en peor suerte se debió de ver cuando estuvo ayudando durante la cuarentena.
—Claro que sí, Angustias —destensa a su vez Ernesto—, ya verá cómo Alonso no tarda en plantarse en esa puerta, disfrazado con una escafandra y con un voto a tal por los inventos del demonio que tenemos en este siglo.
Sin embargo, ninguno llegará a reírse de la broma, porque un pequeño golpe contra uno de los ventanales casi los infarta. La niebla sigue igual de tupida al otro lado.
—¿Qué habrá sido?
Mas no bien la secretaria formula temerosa su duda, otro nuevo impacto se sucede, y esta vez, todos pueden ver de qué se trata.
Germán, el bedel, uno de los funcionarios que consiguieron salir al patio huyendo del humo, se está golpeando la cabeza contra el cristal, insistente y metódico, apareciendo y desapareciendo entre la nube.
Salvador reclama silencio con el índice. Con gestos, ordena a sus compañeros que lentamente se alejen del mirador. No quiere que Germán se aperciba de su presencia, por si esto pudiera provocarlo aún más.
Angustias no tiene más espacio para echarse atrás, está ya apoyada contra la pared del fondo, tapándose la boca para censurarse cualquier sollozo o chillido. Contemplar así al entrañable conserje, con los ojos idos, empecinado en aporrearse la frente como único objetivo, la está consumiendo.
Salvador no se arriesga siquiera a sentarse de nuevo en su sillón por si éste llegase a chirriar.
De repente, alguien más choca bruscamente contra la ventana.
Ahí, ni Irene puede reprimir el grito de sorpresa y susto. Pero lo que más la asusta de verdad es que esa colisión ha conseguido mellar el cristal, originando una minúscula fisura.
La falsa percepción de seguridad que se habían forjado dentro de la oficina, se les está quebrando, como el vidrio que los separa de un destino cierto.
La cabeza de ese mismo funcionario arremete una segunda, vez y una tercera. Irene mira a Salvador, angustiada, sin un plan de escape, sin ninguna alternativa.
Por lo que más queráis, Irene, no salgáis del despacho. La advertencia de Julián no cesa de resonar en sus oídos. Más allá de esos límites sólo espera la muerte. Y de resultas que al final, irónicamente, es la muerte la que entrará en el despacho.
Salvador coge de su mesa la fotografía de su difunta esposa, que dispuso como pequeño altar a su recuerdo.
La grieta en la ventana evidencia su inminente rotura. El cristal es ya demasiado frágil como para soportar otra embestida sin reventar.
—¿Y decías que ese compuesto atacaba la memoria?
Irene asiente con el mentón extrañada, sin entender a qué viene esa pregunta en esos momentos tan críticos, porque lo que desgraciadamente temían que pasase, termina ocurriendo.
Con el quinto impacto, el vidrio se rompe.
Puede que la certeza de una muerte próxima se haya minimizado con la idea que de ella transmiten las series y películas, pero es horriblemente desconocida, inesperada, y hasta asfixiante, la sensación que invade a una persona que ha estado luchando sin denuedo por sobrevivir, cuando todo ese esfuerzo se revela finalmente insuficiente e inútil. Esa conmoción que anega la mente al descubrir que no hay más salida, más oportunidad; cerciorarse de que ninguna decisión que se tome, influirá en el fatal desenlace.
Angustias, llora ya desconsolada, repitiendo un no, no, no, que no lleva a ninguna parte. Ernesto, a pesar de saber que teóricamente no servirá para nada, se cubre boca y nariz con un pañuelo, animando a Irene y a Salvador a que hagan lo mismo.
Angustias e Irene lo imitan. Salvador, no.
—Si vamos a morir de todos modos, prefiero morir recordándola.
Entonces, abre un cajón de su escritorio, y ante la atónita mirada de sus amigos, extrae una pistola Beretta de 9 mm.
»La guardo ahí en secreto desde que tuve un sueño (más bien, pesadilla) en que me encaraba con Felipe II… —se justifica mientras aparenta acariciar el arma—. Qué cosas.
—Por favor, Salvador —casi suplica Ernesto.
—Señores, ha sido un placer y un honor trabajar a su lado.
Y sin mediar más palabras, sin aguardar a que a ninguno de ellos le dé tiempo a abalanzarse sobre su mesa, el subsecretario dispara certero sobre su sien.
El sonido de la detonación retumba en la sala, y en un parpadeo, el que fuera el mejor jefe y amigo de Ernesto se halla tirado en el suelo. Tan sencillo como que hace un segundo estaba con ellos y ya no.
El despacho se está llenando progresivamente de humo. El empleado que había conseguido romper el cristal, está entretenido ahora en rajarlo por otro sitio, maquinal y enajenado.
Angustias lo observa sin dejar de hipar, y luego el cuerpo sin vida de Salvador.
—Tenía razón —reconoce con amargura—. Vamos a morir de todos modos. Aunque ahora mismo entrase Spínola en el Ministerio, ya estamos respirando ese gas.
—Angustias, ¡no te destapes la cara! —le pide Irene, al intuir lo que está rumiando su amiga.
—No, Irene, tú misma lo has dicho antes. ¿Qué nos queda una vez hemos estado en contacto con esa maldita sustancia: una agonía irremediable de dos días? No, lo siento.
—No lo sabemos, Angustias —trata de convencerla—. No sabemos la concentración-
Pero Angustias no la deja continuar. —También dijiste que como era experimental, no se conocía cura.
La amable secretaria se dirige hacia donde yace Salvador, evitando fijarse directamente. No quiere ser consciente del destrozo que supone un tiro en la cabeza, no vaya a ser que se eche para atrás habiendo tomado ya la decisión.
Recoge con cuidado la pistola del suelo y amaga con entregársela a Irene, pero ésta la rechaza.
—Yo no tengo el valor de Salvador —se excusa con una de sus enternecedoras sonrisas, aun con lágrimas en los ojos, intentando convencer así a su amiga de que la ayude en ese trance.
Dios, ¿cómo habían llegado a ese punto?
Irene asiente y le retira el arma. La abraza y la besa repetidas veces en el pelo. Se da cuenta de que quiere de verdad a esa mujer, su diaria presencia y calor, sus ánimos y mejor cara en los malos momentos, la buena de Angustias…
Muere en el acto.
Irene la apuntó en el corazón durante el abrazo para que no supiera el instante en que presionaría el gatillo; para que no pareciese una ejecución sumaria y ella aguardase arrodillada de espaldas sin saber cuándo vendría la bala.
Y ahora es Irene la que llora desconsolada y se echa en brazos de Ernesto, el impasible, que ya no lo es para nada.
Ernesto conduce a Irene hasta uno de los sofás y se sientan, todavía con la Beretta entre sus manos. No es que crea que aún tienen alguna posibilidad de sobrevivir, sino porque desea descansar la mente antes de que ésta comience a aturdírsele.
—Yo no pienso como Salvador —prorrumpe Irene—. No tengo a nadie a quien quiera recordar especialmente. Todas mis relaciones han fracasado, no me llevé bien con mi familia, y la primera persona del Ministerio en quien confié, acabó comportándose como un tirano. En el fondo, sólo os tenía a vosotros… Y a Amelia, Alonso, Julián.
Ernesto posa un brazo sobre su hombro y la medio obliga a recostarse sobre él. No es un hombre de demasiadas palabras, sobre todo si éstas deben ser de consuelo. Se decanta más por demostrar su afecto con acciones.
»¿Esperarás a que empiece a írseme la cabeza? —le pregunta elevando sus ojos hasta cruzarlos con los de aquel hombre inmutable.
Ernesto está a punto de responderle que cómo está tan segura de que él no se va a volver majara antes, pero simplemente afirma con la cabeza, regalándole una de sus medias sonrisas tan estudiadas, y que sin embargo, siempre conseguían infundir confianza en la gente.
Y ahí permanecen los dos, la amiga reclinada sobre el amigo fiel.
Al cabo de largos minutos, Irene comienza a respirar con dificultad, ora atropelladamente, ora demasiado despacio, emitiendo chiflidos y crepitando. Tiene espasmos en las piernas, se le mueven como cuando está dormida y sueña que se cae por un precipicio. Después de otro rato, las convulsiones ya le afectan al cuello y a los hombros.
Ernesto deposita un beso caballeroso en su rubia y pulida cabellera.
Sabe que es instantáneo. No sufrirá. Igualmente, ella ya no parece ser muy consciente de su alrededor.
La tercera descarga acerca un poco más a Ernesto a su propio final.
Irene se desplomó hacia el otro lado del sofá. La cercana detonación hace que le piten los oídos durante unos instantes, pero enseguida se disipa.
El hombre trajeado se dedica a comprobar que efectivamente aún le quedan balas suficientes para rematarse él mismo.
La muerte le pesa, no lo va a negar; bien que ya la tuviese asumida desde que estuvo a punto de ser juzgado y condenado por la Inquisición que presidía su hijo.
Su hijo…
¿Lamentará no poder profundizar más en su relación con ese chaval jovial (y con una jerga que en ocasiones se le hace difícil entender)? Se ríe de la ocurrencia. Y sí, sí que lo lamentará. Quizás sea una de las pocas cosas que lamente no poder hacer.
Le sobreviene un mareo y una arcada, pero no se asusta. Él vivió la II Guerra Mundial, y sabe de sobra que muchos agentes químicos también son eméticos y provocan nauseas.
—Procedamos —dice en voz alta, a nadie concreto en realidad. Tal vez sólo para insuflarse algo de coraje, por si flaquea.
Decide no levantarse del tresillo, se siente extrañamente cómodo. Al igual que Angustias, elude recorrer con la vista aquella estancia, ahora desoladora para él, así que acaba deteniéndose en lo primero que atisba: un antiguo grabado apaisado, colgado en la pared. Y sin aplazarlo más, antes de atenerse a sufrir cualquier otra contracción, se descerraja un tiro.


El último que retronará en el despacho del subsecretario.
Porque lo único que sonará a continuación, será el móvil de Irene en su pantalón, que espera a que alguien descuelgue para que Pacino pueda comunicar que el equipo de rescate está accediendo ya al Ministerio.

SE ACABÓ EL TIEMPO por Erin Æ. Il Sogno di Roma   

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