miércoles, 13 de marzo de 2019

23-ROMA NO PAGA TRAIDORES



Con ella siempre había problemas.
Desde que volvió, Salvador no pudo quitarse de encima esa sensación de que Susana no se rendiría tan fácilmente. A simple vista, el ambiente en el Ministerio no había cambiado. Irene se estaba ganando de nuevo la aceptación de sus compañeros. Ernesto, siempre había mantenido su lealtad a Salvador. No podía desconfiar de él, su espartana profesionalidad le impediría incluso ser cómplice de otra maniobra como la de Torres.
¡Bah! Sabía que se comía el coco por nada. Se la habían jugado una vez. Ni que fuera el primero. Sin embargo, estaría mucho más tranquilo si el destino hubiera llevado a Susana Torres a algún puesto que le alejara del Ministerio. Por ejemplo, secretaria de comunicación o asesora de... Bueno, como asesora podía encontrársele hueco en cualquier sitio a cualquiera.
Lo más cómodo habría sido rechazar la visita. Haberse inventado cualquier excusa y desaparecer. Ella habría insistido unos días, quizás semanas; pero habría terminado por captar el mensaje. Susana sería muchas cosas, pero no tenía un pelo de tonta.
Salvador nunca se había escondido de nada. Así que aceptó ese encuentro. Y puntual, como siempre, apareció la figura de Susana Torres difuminada tras el cristal esmerilado del despacho de Salvador. Angustias, sin llamar para no perder la costumbre, abrió la puerta.
-Jefe...
-Sí, pásamela.
Susana entró con una actitud menos altiva que la que acostumbraba. Parecía haber encogido desde la última vez que la vio. Seguía conservando ese aura de superioridad, porque mucho tenía que caerle para que se bajara con los humildes mortales.
-¿Quieren algo?- Ofreció Angustias desde el umbral.-¿Café? ¿Cicuta?
-Nos apañaremos, Angustias, gracias.
Dedicó una mirada perdona vidas al cogote de Susana y les dejó solos. En un gesto teatral, Salvador le ofreció pasar a la mesa alargada donde se reunía con las patrullas antes de cada misión. Sirvió dos cafés solos y se sentó frente a ella, cada uno en un extremo de la mesa.
-¿No estará envenenado?-Preguntó para romper el hielo.
-¿Por quién me toma? El veneno es parecido a dar una puñalada en la espalda. Tienes que acercarte a la persona, que ésta se fíe de ti y que llegue a tomar lo que sea, sabiendo lo que le va a pasar. Es una opción cobarde. Si yo tengo que derribar a alguien, voy de frente. Usted dirá.
Agachó la cabeza, mareando el café. Tampoco ella estaba cómoda con el encuentro.
-Le traigo los informes de las misiones que se llevaron a cabo durante su ausencia.
-Dicho así, parece que me haya ido de vacaciones-. Entornó los ojos, harta de sus comentarios.-¿Por qué los tenía usted?
-Presidencia tiene que estar informada, ya lo sabe.
-Sí, pero como enlace que ha sido, sabrá que aquí están los informes a su disposición. Nadie tiene por qué llevarse trabajo a casa.
-En cualquier caso, pensé que debía llevármelos, para tener una copia de seguridad.
-Claro... Entiendo entonces que éstas, -las carpetas esperaban aún entre ambos-, son las únicas “copias de seguridad”.
-Sí-. Susana se tomó unos segundos de más en contestar, pero era un farol de libro. Habría querido utilizarlas para dios sabría qué y no le habría servido. Eran las únicas.
- En ese caso, creo que no tenemos nada más que hablar.
-¿No va a preguntarme nada? ¿Ni por el cargo que tengo ahora?
- Personalmente no me interesa. Pero ya que lo dice, supongo que debo felicitarla por el ascenso.
- Gracias.
Había sido incluida en la lista europea. Saldría esa misma semana a Bruselas y se instalaría allí.
- Su sustituto aún no se ha dejado caer por aquí.
-¿Puedo hacerle una pregunta?
-Faltaría más.
-¿De verdad cree que hice una mala gestión?
-Si quiere que le sea sincero...
-Por supuesto.
-Creo que le sobrepasó. Creo que se dejó llevar por sus instintos y que no es la persona más adecuada para llevar este ministerio.
-Porque soy una mujer...
-Puede hacer las preguntas que quiera, pero haga el favor de no decir tonterías, que no son horas. Estoy seguro de que está más que preparada para otros campos, pero éste no es su sitio. No puede pretender que el Ministerio del Tiempo sea dirigido por alguien que no sabe de historia. Del mismo modo que lo más apropiado para la cartera de Sanidad no es a priori un abogado, para este ministerio no lo es preguntar quién es María Pita.
-Le aseguro que la mayoría de gente en este país no tienen ni idea de quién fue María Pita. Ni de historia en general. Que muchos no saben ni cuándo empezó la Guerra Civil.
-Así nos va. Pero la cuestión es que aunque fuese un hombre, no es la persona adecuada para este sitio. Ni siquiera le mandaría en una patrulla. Si me permite ahondar más en las razones, para dirigir este ministerio no puede dejar que sus sentimientos pongan en peligro a los funcionarios, ni correr ciertos riesgos.
-No podía abandonar a un agente.
-Y sin embargo, falló a todos los demás. Dos agentes se quedaron abandonados en Altamira en el Magdaleniense...
-Muy bien, ¿y qué iba a hacer? ¿Dejar a un agente como Irene Larra allí, sin medios? Habría sido condenarla a muerte. ¿Esa habría sido la mejor solución?
-Creo que ni siquiera se planteó barajar otras opciones.
-Tampoco es lo más apropiado mandar a una administrativa. Sin preparación, ni capacitada para asumir los riesgos...
-Angustias sí podría dirigir este ministerio, porque tiene aquello de lo que usted carece-. Susana enarcó los ojos, esperando la respuesta-. Sentido común. Y si no tiene nada más que decir...
Susana masticó su rabia en silencio. Apretó tanto la mandíbula que casi podía escuchar desde lejos cómo le rechinaban los dientes. Salvador se levantó, en una clara invitación a dar por terminado el encuentro. Susana tardó unos segundos más, en los que no despegó de él una mirada asesina.
La guió hasta la puerta. Ya estaba abierta cuando Susana volvió a girarse hacia él.
-Cuídese, Salvador.
-Usted también. Que no se le atragante esa ambición, Susana.
Susana le estrechó con fuerza la mano que le tendió para despedirse. Hubo un amago de sonrisa maliciosa en su rostro, pero se giró con actitud altiva y salió de su despacho y esperaba que de su vida.
Aunque el plan no le hacía demasiada gracia.
-Bueno, pues ya nos la hemos quitado de encima.
-No es tan buena noticia como suena. Hay que tener cerca a los amigos, pero aún más a los enemigos.
Susana salió a la plaza duque de Alba, donde le esperaba el coche oficial. Ya no podía contener la sonrisa.
Le esperaba en el asiento trasero. En cuanto cerró la puerta, el chófer arrancó el coche, que se movió silencioso. Parecía que flotara por la carretera.
-¿Todo bien?
-Todo perfecto. Cree que ha ganado.

(Tres días antes)

Le gustaba la cafetería del Palace. No era para ir todos los días, pero como capricho ocasional estaba bien. Ella estaba hecha para ese ambiente, elegante, con un aire clásico, donde era una más. La cúpula de cristal, la rotonda de columnas, el sofá circular que ocupaba el centro y la vegetación interior; todo lo cual creaba un ambiente que le remontaba a otra época.
Todavía rumiaba la traición de Irene que le había costado el puesto en el ministerio, después de tanto tiempo persiguiéndolo. La expectativa del presidente era que volviera a su puesto anterior, y seguir como correveidile. Tenía más preparación que el mismo presidente. La oferta era un insulto.
Barajaba la posibilidad de dimitir.
De manera providencial, recibió una extraña llamada. Un hombre de voz grave le citaba en la cafetería del Palace. Normalmente habría rechazado quedar con un desconocido que tiene su número de teléfono sin que se lo hubiera dado ella, su nombre, su peculiar situación laboral y hasta su costumbre de ir periódicamente a esa cafetería. Sin embargo, pensó que no tenía nada que perder. Prefería verse con quien fuera en esa cafetería, a mediodía y con testigos y miembros de seguridad cerca; a que le abordara por la calle o se presentara en su casa.
Llegó primero. Un camarero la guió a una de las mesas laterales, desde donde podía ver la entrada, la barra tras la isla central y hasta el camino a los servicios.
-¿Le traigo la carta?
-Sí, gracias.
Su misterioso acompañante solo se retrasó unos minutos. Seguido por un armario, un hombre corto de estatura, de unos cuarenta y tantos, bien peinado y con barba se acercó a la mesa.
-Me alegra que haya aceptado mi invitación. Disculpe mi retraso, he tenido un imprevisto de última hora.
-No se preocupe. Prácticamente acabo de llegar-. El diligente camarero llevó dos cartas en lugar de una. El servicio era lo mejor del sitio-. Iré directo al grano, he seguido su trayectoria y estoy interesado en usted.
¡Vaya por Dios! Calabaza de primero.
-Lo siento, creo que nos hemos confundido ambos. Yo... yo no...
-Ah no, no me refiero a eso. No, descuide. No es por eso por lo que me interesa.
-Vale. Entonces...
-Sé que ha trabajado como enlace de Presidencia con diversas conserjerías, secretarías y ministerios.
Los ojos azules parecían taladrarla. La forma en la que pronunció “ministerios”, hablando más bajo que antes, le dejó claro por dónde iba. Pero era imposible que ese desconocido supiera nada de la existencia del ministerio del tiempo. Sabía de memoria la lista de personajes del gobierno que estaban al corriente. Sabía sus nombres, sus cargos y hasta quiénes eran sus ayudantes.
Había que optar por la solución habitual.
-No sé de qué me habla.
-No la tenía por una cobarde que esgrime el “no me consta” a la mínima ocasión. Tranquila, puede hablar con total confianza. De hecho, esta reunión no se está produciendo.
Entrecerró los ojos. La situación cada vez le gustaba menos. ¿Quién coño era ese tío? Tratando de recomponerse, miró a su alrededor, comprobando que no había nadie lo bastante cerca.
-¿Qué es lo que quiere saber?
-De momento, se debería interesar por lo que sé.
-Muy bien. ¿Qué sabe?
-Sé que ha desempeñado funciones como subsecretaria del ministerio del tiempo. Es el único secreto de verdad del gobierno de España. Desde ahí se puede viajar en el tiempo. Por favor, ahorrémonos su intento de ridiculizarme, diciendo que esto parece el argumento de alguna película o alguna serie de ciencia ficción. Estoy al tanto de todo. Sé que ha sido relevada de su puesto por el subsecretario al que echó usted misma, Salvador Martí. Que ha estado a punto de liberar una pandemia de gripe española para salvar a su novia, Irene Larra, que se había contagiado en 1918, cuando había ido a atender en el parto a Micaela Amaya. No voy a juzgar su forma de proceder, no estoy aquí para eso. Ha sido traicionada por sus empleados y por su pareja. No le puedo ofrecer una solución, pero sí una venganza. Puede golpear en el corazón del ministerio, sin que ni siquiera tenga que mancharse las manos.
-Aparte de esa venganza de la que habla, ¿qué gano yo?
-Puedo conseguirle un puesto en Bruselas, en su mismo partido.
-¿Es usted parte del partido?- Su interlocutor se rió entre dientes.
-No. No soy político, pero tengo muy buenos contactos. Puedo conseguirle prácticamente lo que me pida a cambio. Incluso ir como cabeza de lista, si quiere.
-¿Gratis? ¿Qué quiere a cambio?
-Sé que existe el ministerio, pero es un búnker. Lo que sé es a través de terceros, de gente que tampoco es muy de fiar.
-¿Espías?
-Oficialmente no, pero los métodos son parecidos.
-¿Micrófonos?- Su sonrisa sirvió como respuesta afirmativa-. Si no le basta con esa gente...
-Esa gente no ha estado dentro. No tiene acceso a los archivos del ministerio. Necesito que me proporcione todo lo que tenga a su disposición, empezando por lo mismo que le ofreció a los americanos.
A Susana le llevó poco tiempo pensarlo. No tenía nada allí, así que hasta que tuviera que darle algo, tenía tiempo de saber quién era ese. No es que le importase lo que ocurriera en el ministerio, pero no sabía si estaba dispuesta a dar esa información a alguien que para ella era un completo desconocido.
-Tengo algunas condiciones.
-Adelante.
-Quiero ir como cabeza de la lista europea. Y que pueda contar con usted para cualquier eventualidad.
-Me parece viable.
-Y saber quién es. Usted parece saberlo todo de mí. No estamos en igualdad de condiciones. Entenderá que no puedo entrar en según qué tratos en esas circunstancias.
-Lo entiendo. Pero dado lo que sé, tiene poco que exigir. Es preferible que usted sepa lo mínimo y necesario.
-¿Cómo se llama?
-¿Espera de verdad que le dé mi identidad?
-Un nombre. Tendrá nombre.
El hombre sonrió con condescendencia, en un gesto casi paternal.
-Enrique. Me llamo Enrique de Sobrecasa-. Le había mentido en su cara, pero no podía probarlo-. Recibirá una compensación en metálico por sus servicios. Es importante que no desaparezca sin más del ministerio. Necesito que vuelva y se reúna con Salvador. Le ofrecerá los informes de las misiones que se hayan llevado a cabo mientras estuvo. Las copias originales. A mí me dará fotocopias. Ese mismo día, se irá y no tendrán que volver a saber de usted.


Enrique, o como quiera que se llamara, le entregó una carpeta con el emblema de presidencia de gobierno. Dentro iba un abultado sobre con billetes de hasta cincuenta euros. Diez mil euros en total. Llevaba también la dirección de su nuevo apartamento en Bruselas, la lista de sus contactos y el billete de avión en business para esa tarde.
O eso pensaba ella.
Su chófer personal había sustituido al de Susana en lo que ella estaba reunida con Salvador Martí. Sabía lo que tenía que hacer. No se había dado cuenta de que en el asiento del copiloto había alguien que no estaba antes.
O quizás sí lo había visto pero había preferido no darle importancia. Y si se la daba, poco importaba.
Debió darse cuenta de que algo no salía como ella había previsto, porque no retiraba la vista de la ventana. Le miraba a él con gesto interrogante. Los cierres estaban bloqueados desde que arrancaron, por si se veía tentada a hacer alguna estupidez.
-Por aquí no se va al aeropuerto. ¿Dónde vamos?
-Tenemos que hacer una parada antes. Espero que no te importe-. La miró con su gesto sociable, con una sonrisa tranquilizadora.-Tranquila, serán sólo unos minutos, no tendrás problemas con el vuelo.
Susana ya no estaba tranquila. Pero daba igual.
Cuando llegaron al edificio del polígono que servía como base de sus operaciones, todos bajaron del coche. El que estaba en el asiento del copiloto abrió la puerta donde estaba Susana, con la pistola ya en la mano. Había pocas resistencias con una pistola de por medio.
Susana bajó del coche, encogida. Cruzó los brazos en el pecho, puede que por frío o en un intento inconsciente y visceral de protegerse.
-Me ha traicionado.
-Por favor, ahórrate el alegato. No hizo falta nada para convencerte. Si eres tan amable de acompañarme.
-¿Me vais a matar?
Una mirada a su hombre le bastó para que éste entendiera el mensaje y actuara en consecuencia. Cogió a Susana por detrás, rodeándola con los brazos. Alguien como ella no era un obstáculo para un tipo como él. Susana forcejeó, gritó, pidió socorro hasta romperse la garganta. Solo retrasó la entrada al edificio.
El grupo fue en silencio, roto solo por los lloriqueos de Susana, hasta una habitación en el sótano.
-Por favor... por favor... te he dado lo que pediste. ¡Todo lo que pediste!
-Sí. Has hecho un buen trabajo, eso no te lo negaré. Pero entenderás que eres un riesgo para mí.
-¡No! ¡Para nada! Yo soy leal, no diré nada, no tienes que preocuparte por mí, de verdad...
-En eso también tienes razón.
Esta vez ella también entendió la mirada que intercambió con el matón.
-¡No! ¡No! ¡Por favor!
El disparo resonó en todo el edificio, pero no había nadie más para escucharlo a varios kilómetros a la redonda.
-Deshazte de ella.
No podía dejar cabos sueltos. Aunque tuvieran un enemigo común, Susana Torres era una traidora. Y no te puedes fiar nunca de un traidor.
De repente, pensó en esa frase que se sabía todo el mundo. Lo que tienen las citas célebres, es que todo el mundo las conoce, aunque no sepa de dónde salen.
Roma no paga a traidores.






viernes, 8 de febrero de 2019

22-CON LICENCIA



Con Licencia

Sobre una mar algo encrespada, la nave se bamboleaba de babor a estribor, dificultando mantener la posición vertical
-          ¿Qué es esto? – preguntó airado mientras con la bota golpeaba las tablas
-         ¡Me habéis traído a un barco! ¡De nuevo estamos sobre agua! ¡Sabéis que detesto los barcos! -cada vez más enfurecido Alonso no dejaba de despotricar
-          Tranquilo macho, es solo un pasaje, ya nos bajamos – intentó tranquilizarlo Pacino.
-          ¿Cómo que sólo un paso? ¿No había otro paso acaso?
-          Pues sí, pero nos obligaba a dar un rodeo mucho más grande   indicó Amelia tranquila y didáctica como de costumbre.
-          ¿Qué tanto más grande puede ser una vuelta? –
-          Pues, a caballo, lomo de burro o a pie, cruzando selvas y combatiendo contra los salvajes, o los portugueses… yo calculo que unir Cartagena de Indias con Asunción, quizás un par de años, si es que se pudiera hacer –
-          ¿Y no hay puertas…?-
-          –Acabamos de pasar por ellas … -
-          Pero, Asunción es tierra adentro, ¿Qué hacemos en el mar? –
-          Seguir la ruta más corta…al menos en el siglo XVI; nos dejarán en algún lugar de la costa a la altura de la ciudad y de ahí a pie durante un mes más o menos, dependiendo de los caminos, pero por una ruta conocida que atraviesa la mata atlántica y, luego de cruzar algunos ríos como el Paraná, y el Paraguay, nos dejará allí.-
-          ¿Y por qué no una puerta a Asunción? En esa época era España ¿no? 
-          Pues, eso es lo que tenemos que averiguar, porque esa puerta dejó de funcionar -                                                                                No tenía sentido discutir, sólo rezar para llegar a buen puerto lo antes posible.
Al día siguiente, luego de una noche movida, el capitán les indicó que se prepararan para desembarcar
-         ¿Es que ya llegamos a Santa Catalina? – Preguntó Amelia incrédula
-          ¿No es muy pronto? – cuestionó Pacino
-          Pues…algo así, más o menos, hemos tenido buenos vientos…  – aseguró el patrón del barco sin mucha convicción.
-         ¡¿Cómo?!- dudó Pacino
-         Vamos, si hay que bajar, se baja – intervino ansioso Alonso
-         Tranquilo Alonso, este tipo me da mala espina, Amelia tiene razón es muy pronto –
-         ¿Acaso dudáis de mi señor?- se fingió ofendido el capitán
-         Vamos hombre, bajemos – urgió Alonso nuevamente mientras subía a cubierta.                 
           Resignados los otros lo siguieron al bote que los llevaría a  la playa.
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Al poco, el bote llegó a tierra y los pasajeros bajaron de él, aún sobre las olas. Alonso a la carrera, Pacino a disgusto y Amelia molesta, pues las ropas que llevaba no eran las más adecuadas para una zambullida.
No bien las olas quedaron atrás, Alonso hincó la  rodilla y besó la tierra, feliz de tenerla nuevamente bajo sus pies
-          Vamos hombre, ya está bien – le animó Pacino al pasar, tocándole el hombro y dándose la vuelta para  ver qué tal venía Amelia, que a duras penas podía con las largas faldas mojadas.
-          ¿Dónde se ha ido? – preguntó intrigado, mirando hacia donde, minutos antes no más, estaba el barco en el que habían llegado
-          Al fondo del mar, espero – masculló con enojo Alonso.
-          Es cierto, se ha ido – confirmó Amelia que acababa de llegar   a la arena y se dejaba caer en ella, rendida por el esfuerzo.
-          Miren – indicó Pacino con asombro, mirando a tierra
-          ¿Dónde estamos? –
-          Parece una playa llena de turistas –
-          ¿Turistas en el siglo XVI? –

Efectivamente, la escena era distópica, las playas, pequeñas y agradables, estaban llenas de gente en trajes de baño.
-           "Olha papa, os piratas do Caribe" - (Mira papa, los piratas del Caribe) dijo un chico al pasar cerca de ellos.
Y enseguida todos los chicos que había en la playa corrieron hacia donde estaban.
Alonso, algo atemorizado, estuvo a punto de sacar su espada, pero delicadamente Amelia se  lo impidió.
La patrulla, que mal entendía el idioma, tuvo que lidiar con la tribu de niños hasta que los padres, convencidos también ellos, de que no estaban filmando ninguna escena de ninguna película en las playas de Buzios, los controlaron y pudieron seguir camino.
Una vez libres, decididamente Pacino se dirigió hacia una pareja en particular, que se hallaba sentada al reparo de una sombra ocasional.
-          Buenos tardes, ¿hablan español? -
-          Pues, sí – dijo el escribiente
-          Ya decía yo, tomando mate seguro son rioplatenses – se jactó Pacino, mirando a sus compañeros, pavoneándose de sus dotes policíacas.
-          ¿Nos podríais decir si hay algún camino seguro a Asunción? – preguntó ante el asombro de los interpelados.
-          Pues, yo diría que lo mejor sería que tomaran un ómnibus hasta Río de Janeiro y de ahí algún avión a Asunción –
-          ¿Ómnibus?¿avión?. ¿En qué año estamos señor? – pregunto Amelia
-          Pues en 2019, enero de 2019 – contestó el escribiente, tratando de sonar tranquilizador.
-         ¡2019! El hideputa que nos sacó del barco nos mandó a otra época – maldijo Alonso pateando el suelo, para preguntarse a continuación.
-          ¿Y ahora qué hacemos? –
-          Déjame ver – dijo Pacino sacando su celular ante la mirada atónita de los dos compañeros.
-          ¿Qué? En el 2019 un celular no tiene nada de raro – contestó al reproche no hecho, mientras sus ojos se abrían asombrados.
-          Sólo llamadas de emergencia – dijo perplejo, mostrando la pantalla a sus compañeros.
-          Claro – afirmó Amelia
-          Es que estamos en Brasil, fuera del área de cobertura –
-          Inténtalo de todos modos – instó Alonso.
 Al cabo de unos segundos alguien atendió el teléfono e intercambió unas palabras con Pacino.
-          Y ¿Qué te ha dicho? –
-          Pues, que el ministerio está de receso…por lo menos hasta que aprueben la cuarta temporada –
-          ¿Qué? ¿aún no lo han hecho? –
-          No sé, el guardia que me atendió me dijo que hay rumores, pero él no sabía nada de cierto –
Los tres se miraron sin saber qué hacer.



De pronto Amelia, ya harta de arrastrar las faldas mojadas, se las quitó, dejando al descubierto el diminuto biquini colorado que llevaba bajo ellas, tendiéndose luego a tomar sol.
-          Compañera, ese atuendo no es reglamentario - atinó a balbucear Pacino.
-          Pues no – fue la lacónica respuesta.
Encogiéndose de hombros Pacino giró sobre sus talones para dirigirse a uno de los kioscos cercanos.
-          Voy por una caña ¿quieres? – preguntó a Alonso que permanecía con la boca abierta sin saber qué hacer o decir.
Como no atinara a contestar nada, Pacino se fue sin respuesta.
El pobre Alonso, solo, desconcertado, se dejó caer sobre la arena, al lado del escribiente y su mujer, que, incrédulos, seguían tomando mate.
-          ¿Me convida uno? – preguntó.
-         Se ve que nos han dado licencia también a nosotros – comentó resignadamente mientras se quitaba las botas mojadas.
-          ¿Amargo? – pregunto la señora del escribiente antes de cebarle el mate.

El escribiente
Córdoba – Argentina
Febrero 2019


miércoles, 29 de agosto de 2018

21- NUEVOS MUNDOS, VIEJOS AMIGOS

Carta redactada por Luis de Torres, interprete y explorador español, a dictado de Juan Rodríguez Bermejo, dirigida a la familia de éste último y aparecida en los archivos clasificados del Ministerio del Tiempo


“En el nombre de Dios Misericordioso, yo, Juan Rodríguez Bermejo, escribo esta carta el día catorce de octubre del año de nuestro señor de mil y cuatrocientos y noventa y dos, festividad que es de San Calixto, mártir. Deposito ante los ojos de Dios y los de la Virgen María, que lo que en ella me dispongo a referir es cierto, y, si omitiera algo, más sería por el cansancio de los hechos vividos en los últimos meses -que veces hay que le nublan a uno el entendimiento y la memoria-, que por mala fe de parte mía.  
Sucedió que, el último día del mes de julio del año en el que nos encontramos, en volviendo yo de faenar por el río que llaman del Guadalquivir,  fui asaltado por dos hombres a la altura del castillo de San Jorge, sede de la Santa Inquisición. 
Hubiéralos tomado yo por dos simples bandidos, -que en Sevilla hay en mas número que en el resto de ciudades de la cristiandad-, de no haber sido porque tras grande forcejeo y no poca resistencia por parte mía, -que aunque de baja estatura y menguadas carnes,  más de uno y de dos marineros han acabado en tierra tras enfrentárseme-, me obligaron a entrar con ellos por un pórtico trasero de las murallas del castillo, que si no fuera porque lo vi abrirse, hubiese jurado que había aparecido allí como por brujería, de tan desapercibido que había sido para mí hasta aquel momento. Entrados allí, y tras atravesar a tientas un corto pasillo, tuvieron a bien conducirme por una suerte de escalera redonda y amplia hasta un salón superior y, en cruzando otro pasillo más luminoso, fuimos llegados a otra salita, mas angosta que áquel del que veníamos, mas igual de oscura. A fe mía que en aquel sitio vieron estos mis ojos cosas extraordinarias: las paredes estaban ricamente decoradas, con lienzos tan perfectos que más parecieran una ventana a la cual se asomaban aquellos que estaban allí representados; colgaba de uno de aquellos muros un círculo de cristal con dos varillas que giraban alrededor de un eje, a distinta velocidad, sin nada que las impulsara, cosa que me pareció demoníaca; en el techo pendía una especie de lámpara, más tan ridícula, que no había en ella nada que pudiera arder; en medio de aquel lugar, dos sillas de un material que no hube visto antes, y una mesa de una madera tan bien labrada que diríase que hubiera sido hecha por un gran maestro. Tras ella nos aguardaba un hombre de avanzada edad, que, por su elegante forma de vestir, tuve por cierto que se trataba de alguien cercano al Inquisidor General. Con un ligero movimiento de mano dio instrucciones a mis captores para que abandonaran la sala, quedando los dos solos y en tan grande silencio como pueda usted imaginar. Habiéndose levantado, se presentó ante mí con gran educación, a lo que respondí como nos es mandado por Dios, y más ante una persona de tan cristiano nombre, y me llevó a un extremo de la habitación desde donde, a través de un ventanal, se veía un patio, sólo provisto de un adusto pozo en el centro. 

Como si de alguien conocido por mi se tratara, durante largo rato me habló, animándome a llevar a cabo una empresa que yo había rechazado en la víspera,  que no era otra que la de acompañar al almirante Cristóbal Colón a encontrar una ruta alternativa a las Indias, que yo pensaba que era cosa peligrosa y por demás imposible de llevar a cabo. Muchas veces he discurrido, a lo largo de estos últimos meses, y aún ahora mientras escribo estas líneas, el motivo por el que aquel hombre insistió tanto en mi participación en aqueste viaje, siendo yo marinero joven y de poca experiencia. Tanto y tan largamente insistió, y tantos buenos augurios me dio,  que finalmente acepté, y, al alba del tres de agosto abandonamos el puerto que llaman el de Palos, embarcados en tres majestuosas carabelas, las más grandes naos que yo jamás hube visto, que llamaban la Pinta, la Niña y la Santa María, yendo yo en la primera, por demás la más velera de todas.

Fue, tras muchas jornadas de penosa navegación, cuando ya la carne olía a podrido y el vino comenzaba a agriarse en las bodegas, -motivos por los cuales la tripulación empezaba a pensar en amotinarse (tan grande es el efecto que la escasez de vino produce en los marineros)-, que en la mañana del doce de octubre, avisté tierra firme desde mi puesto de vigía en la Pinta, capitaneada que era por Martín Alonso Pinzón. Mas, tan inescrutables son los designios de Dios Nuestro Señor, que aquella tierra que pisaríamos no habían de ser las Indias, sino lo que nuestro almirante tuvo a bien llamar, el Nuevo Mundo. 
De todos era sabido que áquel que fuera el primero en ver tierra firme sería digno de muchas mercedes. Mas, en conversación mantenida con Maese Colón, propúsele un trueque por el único privilegio que deseaba, que no era otro que, esa isla que ahora pisábamos llevara el nombre de aquel hombre, de blancos cabellos y tiernos modales, que insistió en que yo me embarcara en tan importante travesía. 
En viendo el almirante que mi petición era sincera, y que otra cosa no aceptaría que no fuera aquello, con gran alegría accedió, mas quedando este trato entre nosotros, y sin que nadie más debiera conocerlo.
Y así quedó, escrito en su diario, que esta isla habría de ser llamada en adelante Isla de San Salvador. 



Juan Rodríguez Bermejo, "Rodrigo de Triana"


Isla de San Salvador 
Catorce de octubre de mil y cuatrocientos y noventa y dos."

miércoles, 1 de noviembre de 2017

20- SONETO DE DESPEDIDA? #Mdt3Final


viernes, 14 de julio de 2017

19- MINISTRY OF TIME? CAN YOU HELP US?


Eran alrededor de las 3 de la tarde y, en la semipenumbra de la oficina, Salvador aprovechaba para echar una “cabezadita”, cuando sonó el teléfono.

A regañadientes,enojándose con Angustias por haber permitido pasar esa llamada, antes que pensar que podía ser algo urgente, tomó el teléfono y atendió.

Nada más escuchar la primera palabra la cara le cambió completamente. Como por arte de magia desapareció toda modorra y estuvo en alerta máxima. Tanta adrenalina había vertido en sus venas el simple sonido de la voz del otro lado.

Aún escuchando, respiró hondo tratando de recuperar la compostura. 
           -Yes, madam, I know it's not our area of responsibility, but we'll do our best –
-          ….. –
-          -Yes, I will speak to our government myself ... –
-          …. –
-          -Yes madam, do not worry, the past is the past and now ... now we must face the future –
-          -No, please, for nothing. Thank you for coming to us. I do not know what we can do, but we will.-
y cortó, o mejor dicho, la otra persona cortó, porque él se quedo con la boca abierta y el teléfono en la mano. Incrédulo de lo que acababa de pasar. Así lo encontró Angustias cuando entro a la oficina unos instantes después

-         - ¿Qué le pasa Jefe? –

lunes, 19 de junio de 2017

18 - DOS NOTAS QUE DEL LAÚD A UN TIEMPO LA MANO ARRANCA

#TiempoDeRelatos 
¿Y si la PATRULLA hubiera conocido a Béquer en1858? Una boda que nunca tuvo lugar. El poeta y la poesía
Foto montaje sobre el gran arte de la luz de @TamaraArranz @kathadigra sobre @tamarnovas


Dos notas que del laúd a un tiempo la mano arranca

Chapter 1: Mientras haya un misterio para el hombre



Las semanas que siguieron a la misión de la Residencia de Estudiantes se hicieron eternas y muchas veces Amelia pensó que no iban a tener fin.
Los acontecimientos ocurridos en la misma se habían sucedido de forma tan repentina e intensa que no había tenido tiempo de procesarlos bien y ahora se encontraba perdida en un mar de sentimientos muy diferentes. Ella, quien siempre había sido una joven muy reflexiva, rara vez se había dejado llevar de esa manera por sus emociones.
Incluso en la universidad sus compañeros y profesores habían empezado a darse cuenta de que algo no iba bien respecto a ella. Amelia siempre se había caracterizado por ser una estudiante despierta y atenta en las clases, siempre dispuesta a intervenir en las mismas provocando algún que otro bufido de exasperación por parte de los docentes y risitas mal disimuladas por parte del resto de alumnos. Era una joven que se resistía a jugar el papel que la sociedad había diseñado para las mujeres y eso causaba cierta irritación, especialmente en los catedráticos.
Pero no aquellos días. Amelia Folch seguía acudiendo a sus clases en la Universidad de Barcelona, pero permanecía en silencio en su asiento de costumbre con la mirada baja y perdida en sus propias ideas en un gesto de amargura que no lograba esconder. A veces se limitaba a mantener las manos posadas sobre las hojas en blanco de su cuaderno y otras ni siquiera llegaba a abrirlo. Al principio, ésto había causado cierto alivio entre los profesores, quienes estaban hartos de aguantar sus impertinentes interrupciones, pero conforme fueron pasando los días no pudieron evitar preocuparse por su alumna.

miércoles, 24 de mayo de 2017

17.-TIEMPO DE ANTECESORES



TIEMPO DE ANTECESORES
#TiempoDeRelatos

Segundino odia su trabajo. Odia el frío. Odia Atapuerca. Pero incluso en pleno invierno de la Edad de Hielo hay momentos de calidez.


— Joder —murmuró, cabreado, y se frotó la piel de los brazos con las manos en un intento desesperado de entrar en calor.

A sus espaldas, cuatro brillantes ojos marrones le miraban, pero enseguida perdieron el interés por él y volvieron su atención al rinoceronte adolescente que habían conseguido cazar aquella mañana, y cuya dura carne trataban de cortar con sus herramientas de sílex.

Segundino soltó una maldición entre dientes, y volvió al interior de la caverna en busca de algo de calor humano. Mientras se cagaba mentalmente en todos los muertos de Atapuerca, de la Edad de Hielo y de Salvador por mandarlo a aquel maldito agujero helado, buscaba un hueco entre dos de sus compañeros de caverna. Pronto lo encontró y se sentó entre ellos, tratando de arrimarse lo más posible para calentarse.

Lo odiaba. Odiaba el maldito frío. Odiaba comer carne cruda. Odiaba tener que andar desnudo y descalzo en pleno invierno a no sé cuántos grados bajo cero. Odiaba su misión. Odiaba su trabajo. Quedarse en Atapuerca todo el tiempo que hiciera falta, hace ochocientos mil años, vigilando que nadie entrara por la maldita puerta y cambiara la historia. ¿Pero quién coño iba a aparecer por allí, joder? ¿Un friki yanqui paleto de esos que afirmaba que la evolución era una mentira de Satanás para destruir los fósiles de Atapuerca? Si ni siquiera sabían que existían las puertas del tiempo, coño.

Un gruñido gutural enfrente de él captó su atención, y enseguida el olor de la carne cruda asaltó sus fosas nasales. Suspiró y alargó la mano para rechazar el pedazo de carne de rinoceronte que le ofrecía una niña morena, bajita y escuálida, de unos trece años y en cuyo cuerpecito empezaban a despuntar las primeras señales de la pubertad.

Segundino se mordió la lengua para no soltar un bufido cargado de cinismo. Y la gente se gastaba auténticos pastizales en ir a restaurantes caros a ponerse morados de pescado crudo. Que vinieran a Atapuerca, a ver si así se les pasaba la tontería.

— Gracias, Ana, pero cómetelo tú —le dijo.

Ana no entendía sus palabras, pero su gesto le bastó. Sin pensárselo dos veces, se metió el filete en la boca y lo devoró en pocos bocados. Después miró a Segundino, y le dedicó una sonrisa llena de restos de carne entre los dientes.

Segundino sintió una oleada de ternura recorrerle el pecho, y levantó el brazo para acariciarle el pelo a la pequeña. Sus padres habían muerto al poco de su llegada de una enfermedad respiratoria, y poco después había perdido a su único hermano, al que él llamaba Mac, por culpa de un jabalí en su primera cacería. La pobre Ana se había quedado sola en el mundo, sin nadie en el que apoyarse. Así se había sentido él después de que su mujer le ganara la demanda de divorcio y le otorgaran la custodia de su hija.

Sin pronunciar una palabra, Ana se sentó sobre el regazo de Segundino, y apoyó su espalda contra el pecho de él. Como acto reflejo, Segundino alargó las manos hacia su pelo y comenzó a hacerle una trenza. La había hecho tantas veces con su hija cuando era pequeña que ya se sabía la trenza de memoria. Y se seguía acordando, aunque ahora viviera con su ex mujer y ya no la viera nunca.

Al sentir las manos de Segundino trabajar su pelo, una amplia sonrisa asomó a su rostro. Tan rápido como le permitían sus músculos, colocó la mano izquierda sobre la cara interna del muslo izquierdo de Segundino, y comenzó a moverla en dirección a...


— ¡Ana! ¡No! —exclamó en cuanto se dio cuenta de lo que pretendía la pequeña, y la echó al suelo de un empujón.

La niña cayó de boca al suelo. Segundino soltó una fuerte imprecación, y giró la vista hacia ella para ver si le había hecho daño. Varios de los ocupantes de la cueva los miraban, pero a los pocos segundos volvieron a sus asuntos. Ana bufó y agitó la cabeza, contrariada.

Segundino suspiró, y le puso la mano en el hombro. La expresión de la niña pareció calmarse, aunque no intentó repetir su acercamiento anterior. Conociendo cómo eran los hombres de su cueva, no podía comprender cómo aquel al que ella había elegido no quisiera poseerla.

El agente del Ministerio apretó las manos hasta clavarse las uñas. Sabía que Ana lo había deseado desde el primer día, aunque no entendía muy bien por qué. También sabía que sus acciones eran normales en aquellos tiempos, en que todos empezaban a reproducirse en cuanto tenían edad para ello. Había visto más de una chiquilla adolescente embarazada, y también a algunas de ellas morir en el parto.

Y también sabía que nunca, nunca, podría hacer lo mismo con Ana. Aunque en aquella época no hubiera ninguna clase de leyes que prohibieran mantener relaciones con una adolescente, en su fuero interno nunca podría perdonarse el tomar a la niña de aquella manera. A aquella niña que podría ser su hija.

A aquella niña a la que casi veía como una hija.

Y además, como tuviera un hijo con ella, la que liaría con los genes, los fósiles y todo eso sería de campeonato.

— Ana, no. No puedo. —La niña lo miraba sin comprender su extraño idioma. Segundino abrió los brazos—. ¿Me perdonas por tirarte al suelo?

Ana no sabía lo que había dicho, pero abrazó con fuerza a Segundino. Él sonrió, y le devolvió el gesto.


Seguía odiando Atapuerca con todas sus fuerzas. Pero en momentos como aquel, casi deseaba poder quedarse para siempre.




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