lunes, 19 de junio de 2017

18 - DOS NOTAS QUE DEL LAÚD A UN TIEMPO LA MANO ARRANCA

#TiempoDeRelatos 
¿Y si la PATRULLA hubiera conocido a Béquer en1858? Una boda que nunca tuvo lugar. El poeta y la poesía
Foto montaje sobre el gran arte de la luz de @TamaraArranz @kathadigra sobre @tamarnovas


Dos notas que del laúd a un tiempo la mano arranca

Chapter 1: Mientras haya un misterio para el hombre



Las semanas que siguieron a la misión de la Residencia de Estudiantes se hicieron eternas y muchas veces Amelia pensó que no iban a tener fin.
Los acontecimientos ocurridos en la misma se habían sucedido de forma tan repentina e intensa que no había tenido tiempo de procesarlos bien y ahora se encontraba perdida en un mar de sentimientos muy diferentes. Ella, quien siempre había sido una joven muy reflexiva, rara vez se había dejado llevar de esa manera por sus emociones.
Incluso en la universidad sus compañeros y profesores habían empezado a darse cuenta de que algo no iba bien respecto a ella. Amelia siempre se había caracterizado por ser una estudiante despierta y atenta en las clases, siempre dispuesta a intervenir en las mismas provocando algún que otro bufido de exasperación por parte de los docentes y risitas mal disimuladas por parte del resto de alumnos. Era una joven que se resistía a jugar el papel que la sociedad había diseñado para las mujeres y eso causaba cierta irritación, especialmente en los catedráticos.
Pero no aquellos días. Amelia Folch seguía acudiendo a sus clases en la Universidad de Barcelona, pero permanecía en silencio en su asiento de costumbre con la mirada baja y perdida en sus propias ideas en un gesto de amargura que no lograba esconder. A veces se limitaba a mantener las manos posadas sobre las hojas en blanco de su cuaderno y otras ni siquiera llegaba a abrirlo. Al principio, ésto había causado cierto alivio entre los profesores, quienes estaban hartos de aguantar sus impertinentes interrupciones, pero conforme fueron pasando los días no pudieron evitar preocuparse por su alumna.

Los alumnos hablaban con sus familias al volver de las clases y los padres a su vez hablaban con otros padres en las reuniones de amigos, más comunes que nunca entre la clase social más distinguida y acomodada, como a la que pertenecía la joven. Esto no tardó en llegar a oídos de Carme, la madre de Amelia, a quien se le preguntó en medio de una merienda qué mal afligía a su hija, que parecía tan preocupada y triste, con lo despierta y peculiar que siempre había sido ella. Estas habladurías sobre su hija turbaron al momento el ánimo de doña Carme, quien apretó con más fuerza el asa de la taza de té que bebía y, con una sonrisa superficial, se limitó a decir que Amelia estaba triste porque su pretendiente había partido a Cuba hace unas semanas.
A doña Carme aún no le convencía el hombre que andaba cortejando a su hija. Porque ésa era la palabra adecuada: hombre hecho y derecho. Aún podría haber encajado mejor la noticia de que Amelia tenía un pretendiente a sus espaldas si el muchacho en cuestión fuera eso: un muchacho, a ser posible también de buena familia y clase social, como ellos lo eran. Pero ese Julián no le gustaba un pelo, lo veía demasiado mayor para su hija y tampoco aprobaba que fuera viudo: su hija no iba a ser la segunda esposa de nadie. Por no mencionar que tenía ciertas dudas de que ese hombre acudiera a la universidad, como en un principio le había dicho Amelia.
En cualquier caso, aunque no estuviera contenta con la situación actual, a doña Carme la presencia de Julián en la vida de su hija la salvó de otras habladurías que hubieran sido incluso peores. Gracias a Dios los desvaríos de Amelia por ser novelista de ciencia-ficción en sus ratos libres no había llegado a oídos cercanos a la familia – a excepción del editor con el que había hablado su esposo -, pero sabía que, con la fama de extraña que tenía su hija por querer seguir el estilo de vida sólo destinado a los varones, si se empezaba a descubrir que padecía ciertas melancolías sin explicación no tardarían en decir que a la joven Amelia Folch realmente le podía faltar más juicio del que habían pensado en un principio.
De sólo pensar en que su hija pudiera ser objeto de tales habladurías se le revolvía el estómago y tenía que dar lo mejor de sí por continuar con la conversación con una sonrisa natural, como si no hubiera nada de lo que preocuparse.
En parte era cierto, Amelia estaba desanimada desde que Julián había partido a Cuba – o al menos, eso era le había dicho la pareja en la cena que tuvo lugar en su propia casa -, pero su instinto de madre le decía que había algo más. Los silencios de Amelia durante la hora de comer o su ausencia en la sala de estar cuando no tenía clases en la universidad la llevaban a pensar que su hija escondía más que simple añoranza por aquel hombre.
Pero la muchacha era terca como una mula y, por mucho que no le hiciera gracia pensarlo, sabía que sólo sabría la totalidad de la historia cuando Amelia se decidiera a contársela.
Y la joven Folch siempre había sido de las que guardan sus preocupaciones para sí misma.
Había roto la foto, sí, pero se había visto incapaz de tirar los pedazos.
Mientras en el piso de abajo su madre elucubraba sobre los posibles motivos de su desánimo, Amelia no era siquiera consciente de que éste hubiera sido tan evidente, aunque sí era cierto que ahora respondía menos a su madre y parecía haberse vuelto una hija más sumisa y dócil de lo que realmente era.
Se encontraba echada de lado en su cama, observando aún con casi temor los pedazos de la fotografía que yacían a su lado. Aquella imagen tenía un efecto extraño en ella: la repelía a la vez que la atraía profundamente. Se negaba a que ése fuera su futuro, no podía ser... Sabía demasiado bien que Julián nunca tendría ojos para otra mujer que no fuera Maite y mucho menos para ella. Había dicho que la quería "un huevo", lo que al parecer era mucho pero no lo suficiente. Sin embargo, al mismo tiempo se sorprendía anhelando ese futuro: con el paso de las semana, Amelia se había ido encariñando cada vez más con Julián, descubriendo sus virtudes y quedando cautivada por ellas sin darse apenas cuenta.
¿Deseaba ese futuro junto a él?
Sí.
¿Veía posible que ocurriese?
No.
Incluso si llegaran a casarse, tal y como profetizaba aquella primera fotografía aparecida en un viejo arcón de la residencia de estudiantes... ¿Realmente la amaría o sería un mero trámite para mantener a los padres de la joven tranquilos? ¿Y el bebé? Amelia se hallaba muy confundida y también sobrecogida por todo aquello: en ningún momento había pensado en Julián de esa manera hasta que apareció esa dichosa fotografía. Luego, poco a poco, empezó a pensar que no sería tan terrible estar casada con alguien como él... El único problema es que él aún estaba perdidamente enamorado de su Maite y no creía que fuera a dejar de estarlo nunca.
Por cómo hablaba su amigo de su difunta esposa, ambos siempre mantuvieron una relación envidiable, quizás ahora un poco idealizada debido al anhelo y al recuerdo... Esa clase de amor, aunque una de las dos personas desaparezca, nunca moriría mientras la otra lo recordara.
Y Julián aún bebía los vientos por Maite.
Amelia se pasó los dedos por los párpados, tratando de disipar la irritación que se había ido formando en sus ojos y volvió a guardarse los pedazos de la imagen dentro del corsé. Al principio había pensado en conservarlos en un cajón o en esa pequeña cajita de música regalo de su abuela, pero si su madre había descubierto su diario, en el que narraba sus aventuras y experiencias en el ministerio, ¿qué le impedía descubrir también aquella fotografía? Y ese descubrimiento sí que se veía incapaz de explicarlo.
La joven tomó aire y se incorporó de la cama tratando de permanecer lo más serena posible: sabía que sus padres sospechaban algo, pero no quería darles motivos para hacer preguntas para las que aún no tenía respuesta, ni siquiera para sí misma. Tomó asiento en su escritorio y procedió a seguir realizando las tareas que le habían encargado en la universidad, pero su mente continuaba lejos de allí, dividida entre la casa de Julián y el Ministerio del Tiempo.
Amelia suspiró de cansancio al pensar de nuevo en Julián.
Ahora que se encontraba tan mal de ánimo, Salvador Martí había autorizado a que Alonso residiera con él temporalmente para estar pendiente de su compañero y asegurarse de que no hiciera nada estúpido, no sin antes recordarles a los tres miembros de la patrulla que les advirtió que intentar cambiar el pasado podía dar lugar a situaciones como aquella.
La joven catalana recordaba bien cómo había mirado Julián a Salvador después de que pronunciara esas palabras y de sólo rescatar ese recuerdo sentía cómo se encogía su estómago: jamás había visto a su compañero mirar alguien con tanto desprecio. No había vuelto a verle desde entonces, pero sabía por Alonso que Julián se limitaba a pasar todo el tiempo que podía recluido en su habitación sin querer dirigirle la palabra, ni comer, ni asearse, ni hacer nada que pudiera conducirle a una recuperación más o menos temprana.
Era como si quisiera sepultarse a sí mismo en su desgracia.
En el Ministerio también les habían dado un tiempo para recuperarse de la misión anterior, pero Amelia, aún sabiendo que Julián no estaba preparado para poner sus cinco sentidos en una misión, pensaba que eso les estaba resultando más contraproducente que otra cosa: tener algo que hacer salvaría a Julián de dedicar cada uno de sus pensamientos a lo sucedido al tratar de evitar que se cumpliera el destino de su esposa.
Amelia dejó a un lado la pluma que había tomado para realizar sus quehaceres universitarios, dándose cuenta de que una vez más se estaba dejando llevar por sus preocupaciones. Recordaba cómo Irene también se había apartado del Ministerio durante un tiempo después de que su esposa la abandonara y eso sólo había servido para que elaborara un plan para volverles en contra del Ministerio.
No deseaba en absoluto que Julián siguiera ese mismo camino. Después de todo lo que había pasado, merecía ser feliz: merecía todo lo bueno que la vida pudiera tenerle reservado.
Un pitido inesperado hizo que la joven Folch se sobresaltara y abandonara sus pensamientos súbitamente, mirando a su alrededor: ese endiablado sonido provenía del "busca" que le había proporcionado el Ministerio para avisarla de las reuniones de patrulla, en las cuales solían darles los detalles de su próxima misión. Amelia esbozó una pequeña sonrisa, la primera en mucho tiempo, a la vez que se incorporaba para buscar aquel peculiar objeto: recordaba que, estando su madre presente en su alcoba, había comenzado a pitar para desconcierto de la pobre mujer. La universitaria aún no podía creer que hubiera convencido a su madre de que debía de tratarse del canto de un pájaro algo particular: ¿qué otra cosa podía ser si no?
Se arrodilló junto a su cama y levantó el colchón con cuidado, palpando con la mano derecha la manta que cubría el somier, tratando de localizar aquel chisme. Una vez lo alcanzó, lo sacó de debajo del colchón y consultó el brevísimo mensaje que éste mostraba: una hora y el número de puerta por el que accedía siempre al Ministerio.
Amelia suspiró y cerró los ojos unos instantes: en parte estaba agradecida  que el Ministerio se hubiera puesto finalmente en contacto con ellos y esperaba que les adjudicaran una misión que mantuviera a Julian con la mente entretenida en otros asuntos, pero al mismo tiempo las duras palabras de Irene Larra aún resonaban en su memoria...
- Desde luego, Amelia... - murmuró la joven para sí misma, volviendo a abrir los ojos y negando con la cabeza mientras se incorporaba, alisándose con cuidado las faldas de su vestido. - Parece que siempre tienes que estar preocupada por algo...
Era hora de dejar los pensamientos aciagos atrás y entrar en acción una vez más.
La idea la animó y tomó su abrigo del perchero, a la vez que avisaba en voz alta a sus padres de que iba a estudiar a la biblioteca de la Universidad.

Reunidos ya en el despacho de Salvador y aguardando la llegada de Amelia, Alonso echó una mirada fugaz a Julián, quien permanecía aún con una expresión extraña en el rostro, mezcla de ira y dolor a partes iguales. Que Dios le librara de verse nunca en su lugar: el incidente de Blanca no había llegado más allá, pero sabía que si a ella le sucediese algo como le ocurrió a la mujer de Julián, no habría fuerza en el cielo o en el infierno capaz de detenerle en su empeño por salvarla.
Pero, después de todo, parecía que había cosas que estaban escritas.
Cosas que no se podían cambiar.
Y Julián no sólo no había sido capaz de cambiarlas sino que había descubierto que, en cierto modo, él había tenido parte de culpa en el atropello que le costó la vida a su esposa Maite. Esa era una carga muy pesada de llevar, más aún que el pesar que todavía sentía por su ausencia.
Aquel silencio estaba siendo demasiado: Salvador Martí estaba fuera del despacho, ultimando unos detalles de la información que iba a proporcionarles con Angustias,  y  Ernesto permanecía en pie junto al escritorio del subsecretario; pero él siempre había sido hombre de pocas palabras y se limitaba a estudiar unos documentos que portaba en una carpeta de cartulina.
Unos pasos apresurados que reconocería en cualquier tiempo del mundo rompieron el tenso silencio de la estancia: primero se oían muy lejanos y luego cada vez más cerca. Alonso se volvió, apoyando el brazo encima del respaldo de la silla, justo a tiempo de ver cómo Amelia Folch abría la puerta y miraba hacia el interior del despacho.
- Disculpad el retraso – habló ella, tratando de recuperar el aliento. - Pero esta vez mi madre ha hecho más preguntas de las que tiene por costumbre...
Alonso asintió, quitándole hierro al asunto, pero Julián ni siquiera parecía haberse dado cuenta de la llegada de Amelia. Siendo consciente de esto, la joven tomó aire y ya se disponía a tomar asiento en el despacho cuando Salvador apareció tras ella, apoyando una mano en el marco de la puerta.
- Buenos días, caballeros. Señorita Folch... - dijo el subsecretario del Ministerio con esa educación y esa formalidad que tanto le caracterizaba. - Ruego que me acompañen a la sala de proyecciones, allí les explicaré el asunto que quiero tratar con ustedes...
- Una misión, imagino... - presupo Amelia, con un deje de esperanza en sus palabras.
Salvador se volvió hacia ella, como si no hubiera terminado de entender el significado de sus palabras.
- Por supuesto que se trata de una misión, ¿qué otra cosa podría ser si no?
Amelia sonrió e intercambió una mirada significativa con Alonso: ambos pensaban lo mismo, veían esa misión como una oportunidad de que Julián dejara de darle vueltas a un tema que sólo le traía dolor y que le hundía más y más en un pozo en el que a veces temían no poder alcanzarle. El militar dio un ligero golpe en el hombro al enfermero y le hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta para indicarle que debían seguir a Salvador, lo que hizo que Julián se levantara de la silla tras dejar escapar un suspiro de fastidio.
- Podrían habernos convocado allí directamente, digo yo, son ganas de marear la perdiz a lo tonto... - protestó Julián sin demasiada energía, dirigiéndose hacia la puerta.
- ¿Cómo te encuentras, Julián? - se interesó Amelia cuando éste pasó por su lado.
El ex enfermero no se detuvo siquiera al oír la pregunta de su compañera de patrulla, sino que se limitó a esbozar una media sonrisa y a encogerse de hombros para después decir:
- De puta madre me encuentro: no me pongo a bailar una jota por educación
Julián siguió a Salvador sin volver la vista atrás en ningún momento. Angustias le dedicó a Amelia una mirada de circunstancias y prosiguió tecleando lentamente en su ordenador sin apartar la vista de la pantalla. La joven universitaria ya sentía cómo su ánimo menguaba cuando notó la mano de Alonso sobre su hombro.
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- No os aflijáis – le dijo el soldado a la vez que la animaba a caminar junto a él. - Conversa de igual modo conmigo y, si tenemos en cuenta que antes ni siquiera parecía oírnos, se trata de un gran avance... Con suerte esta nueva empresa nos traerá de vuelta al Julián de siempre: ya sabéis, el mismo que no para de hacer bromas que sólo él puede entender...
Amelia rió brevemente y tomó el brazo de Alonso para continuar caminando a través de pasillos y cruzándose con diversos funcionarios que iban o venían de sus misiones. A ambos les llamó poderosamente la atención dos hombres vestidos de soldados romanos y también una joven que no sería mucho menor que Amelia que avanzaba vestida con traje medieval mientras hablaba con vehemencia por el teléfono móvil.
- ¿Créereis que cuando creo que conozco este lugar como la palma de mi mano...? - comenzó a hablar de nuevo Alonso, mirando de reojo a una señora vestida de gala que hablaba con un hombre de chaqueta y gafas de color azul. - ¿...Siempre me sorprendo pensando que todo esto me parece más extraño a cada día que pasa?
- No eres el único, Alonso – suspiró Amelia, intentando no pensar en todo lo que había averiguado de su futuro sin quererlo: podía viajar al pasado, pero aún así no existía nada que la hiciera olvidar. - Muchas veces oigo a mis padres contar historias sobre personas que nunca conocí, como sus abuelos... Lamento no haberles conocido sin darme cuenta de que ahora puedo hacerlo...
- El tiempo es sabio, a pesar de todo – murmuró el soldado. - Creo que hay una razón por la que conocemos a algunas personas y a otras no... Es mejor no involucrar a los seres queridos en estos asuntos de remover el pasado...
Alonso calló durante unos instantes, pero la joven supo muy bien que la imagen de su esposa y de su hijo había acudido a su mente. Era extraño porque, a pesar de que en 2016 esos tiempos estuvieran más que pasados, para su amigo era un futuro que él no había tenido la oportunidad de vivir. A veces se le hacía algo difícil distinguir la visión que cada uno tenía del tiempo en el que se encontraban.
Finalmente llegaron a la sala de proyecciones, la cual estaba ya con las luces apagadas y con el proyector encendido, aunque aún no mostraba imagen alguna, tan sólo una enorme pantalla en blanco iluminada por la luz. Salvador Martí permanecía junto a dicha pantalla y conversaba con Ernesto sobre los detalles de la misión, o al menos eso presumía Amelia debido al gesto de concentración en el rostro de Salvador y cómo Ernesto iba señalando distintos puntos del documento cuya naturaleza aún era desconocida para la patrulla.
Julián estaba sentado en el extremo del sofá, con la cabeza apoyada en la mano de forma cansada. Recordaba que Alonso le había dicho que, últimamente estaba durmiendo mejor y las veces que había podido escaparse de su tiempo para ir a visitarles también había podido comprobar que ya mostraba más voluntad en llevar a cabo cosas básicas de la rutina diaria, como hacerse cargo de su aseo personal o no permanecer todo el día en pijama. Una vez más, Amelia vio aquella nueva misión como una maravillosa oportunidad de empezar de cero: Julián iría olvidando poco a poco el terrible momento en que decidió intentar salvar la vida de Maite, Alonso seguiría cumpliendo con su deber para con el Ministerio con orgullo y dedicación, y ella misma quizás conseguiría comprender mejor lo que el destino realmente le deparaba...
Lo de Maite había sido una muestra de que había cosas que era imposible cambiar, pero... ¿Y si ella, Amelia, hubiera aceptado ir a merendar a casa de los Nadal, tal y como le propuso su madre en un principio? Ella se había negado categóricamente, pues se negaba a cumplir con el exclusivo papel de ser ama de casa, madre de familia y la mera sombra de su marido, pero ¿y si el muchacho de los Nadal no era así? Su padre había dicho que era un joven educado y bien sabía el cielo que Amelia confiaba más en el juicio de su padre que en el de su madre, siempre se habían entendido mejor.
¿Hubiera sido su destino distinto de ir a merendar con los Nadal?
Alonso tomó asiento junto a Julián, manteniendo los brazos cruzados con determinación y una pierna apoyada en la otra, ya con sus cinco sentidos preparados para recibir todos los datos de la misión. Este gesto pareció divertir a su compañero de patrulla, quien intercambió una mirada de circunstancias con Amelia, haciendo que ésta esbozara una sonrisa y se tranquilizara de inmediato.
Las cosas malas de la vida venían solas, no tenía sentido preocuparse por ellas antes de que ocurrieran.
Todo iría bien.
Finalmente, la universitaria se sentó junto a Alonso, en el extremo del sofá opuesto a Julián, pero sin tratarse de una situación incómoda, al contrario: que estuvieran allí los tres, preparados para escuchar la arenga de Salvador, le hacía sentir una familiaridad muy agradable. En ese preciso instante, el subsecretario del Ministerio del Tiempo cesó de hablar con Ernesto y se quitó las gafas de leer de cerca, cerrando la carpeta que había estado examinando y dejándola encima de una mesa cercana. Se situó junto a la pantalla del proyector y se aclaró la voz antes de empezar a hablar.
- Caballeros, señorita... - saludó Salvador dirigiéndose hacia la patrulla. - Les convoco nuevamente para una nueva misión. Aprovecho para saludarles y confiar en que este periodo de descanso les haya servido para renovar fuerzas y seguir hacia delante: después de todo, es lo que debemos hacer para volver a nuestra vida normal
La patrulla guardó un incómodo silencio ante las palabras de Salvador. Alonso evitó intercambiar una mirada con Amelia: ambos sabían lo difícil que era salir adelante y seguir con su vida cuando uno de sus amigos permanecía dispuesto a vivir en el pasado para siempre, donde estaba Maite. Antes de que esa situación pudiera dar lugar a un revés, Salvador continuó hablando como si no hubiera pasado nada.
- Confío en que todos se encuentren en disposición de realizar un buen trabajo, sé que lo harán... Cuando quiera, Ernesto – añadió el subsecretario haciendo un breve gesto a su viejo amigo, situado en una esquina de la habitación con el mando del proyector en la mano.
Ernesto pulsó un botón del mismo apuntando a la pantalla y en ésta apareció una fotografía en blanco y negro de una ciudad que a Julián no le resultaba del todo desconocida.
- Pero, ¿eso es Madrid, no? - preguntó él, señalando con la cabeza hacia la imagen.
- En efecto – respondió Salvador al instante, volviéndose para contemplar él mismo también la fotografía. - Más concretamente el Madrid de mediados del siglo XIX...
- En muchas ocasiones vuestra capacidad de observación me asusta – murmuró Alonso mirando a Julián, quien escondió una pequeña sonrisa. - Dios me libre de ver mi querida Sevilla en los tiempos actuales, pero desconozco cómo sois capaz de seguir reconociendo vuestra ciudad sin importar el siglo en el que se encuentre...
Julián echó la cabeza hacia atrás, como si fuera algo muy obvio.
- En tu caso es distinto: si te decidieras a buscar en Google... Bueno es igual – se apresuró a añadir al ver las caras de confusión de Alonso y Amelia: a pesar del tiempo que llevaban trabajando juntos, aún no les había enseñado el famoso buscador de Internet, siempre solía tirar más de Wikipedia. - Si vieras ahora tu ciudad, seguramente no la reconocerías porque imagino que habrá muchas cosas nuevas, pero en Madrid aún hay edificios como los que aparecen en la foto. Incluso a veces los mismos...
- Si son tan amables de dejarme continuar... - habló Salvador con un deje de cansancio en la voz, pero sin perder su firmeza.
Amelia esbozó una pequeña sonrisa y volvió a dirigir su atención a la pantalla: que Julián se mostrara tan involucrado desde el primer momento era sumamente prometedor.
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- Muy bien. Nuestros informadores nos han hecho saber de una alteración manifiesta en el año 1859 – continuó hablando el subsecretario del Ministerio. - Ernesto, haga el favor...
El susodicho apretó una vez más el botón del mando del proyector y el Madrid de mediados del siglo XIX desapareció para dar paso a lo que tenía toda la pinta de ser algún tipo de acta notarial, escrita a tinta con una caligrafía de exquisita elegancia... Aunque para Julián era difícil leer lo que había escrito en ella: el modo de escribir podía variar mucho de un siglo a otro y convertir la lengua propia en algo ilegible, lo sabía por experiencia.
- ¿Qué es esto? - dijo Julián más para sí mismo que para nadie más. - ¿Es la receta de un médico?
- Es un certificado de matrimonio – habló entonces Amelia con voz clara, como si se encontrase en alguna de sus clases. - A juzgar por el sello, proviene de una Iglesia de Madrid y está validado por un notario.
- Eso es, señorita Folch – contestó Salvador, señalando brevemente con sus gafas a la joven. - Señores, este acta certifica que Don Gustavo Adolfo Claudio Domínguez Bastida contrajo matrimonio con la señorita Doña Julia Espín y Pérez de Collbrand el día 29 de Mayo de 1859. Además de los nombres de la pareja, podemos ver también cómo uno de los testigos fue el hermano mayor del novio, Valeriano Domínguez Bastida, y cómo Joaquín Espín y Guillén, reconocido músico de la época, entregó a su hija en el altar...
Julián arqueó la ceja, algo escéptico: por unos momentos le había dado la sensación de que estaba siendo testigo de una sesión de cotilleo digna de cualquier programa del corazón, aunque con menos medios, todo sea dicho. Pero sabía que el peculiar ministerio para el que trabajaba nunca daba información nimia e irrelevante... Un renovado rencor asomó un poco a la expresión de su rostro: si bien el trabajo le activaba y le ayudaba a salir de ese estado estático-depresivo en el que se solía abandonar de cuando en cuando, no olvidaba tan fácilmente la doble moral con la que, a su parecer, jugaban aquellas personas.
¿En qué maldita hora se le ocurrió aceptar un trabajo como ése?
Tampoco es que hubiera tenido muchas opciones: para nada quería terminar con sus huesos en el psiquiátrico.
A las últimas explicaciones de Salvador, siguieron unos momentos de silencio intenso, similares a los que se producen en un aula cuando un profesor formula una pregunta a un alumno que no ha estado atento a la explicación y que por tanto desconoce la respuesta. Alonso intercambió una mirada de extrañeza con Julián, lo cual le alivió: al menos no era el único que no entendía a cuento de qué venía semejante anuncio de prensa rosa. Amelia inclinó ligeramente la cabeza, leyendo el resto del documento para tratar de encontrar algo anómalo en la misma: sus conocimientos en cuanto a Derecho no eran muchos, pero no creía que fuera un documento falso o modificado de ningún tipo.
Sin embargo, había algo que le resultaba levemente familiar. 

 - Pues que sean muy felices y que coman perdices, ¿no? - dijo Julián, rompiendo el hielo y hablando con ese sarcasmo que a veces desconcertaba a sus compañeros. - ¿Se os ha pasado la fecha? ¿Queréis que les mandemos algo de nuestra parte?
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 - Le agradecería que no se tomara el asunto a risa – le respondió Salvador al momento. - Saben ustedes muy bien que nunca les convocamos para ninguna tontería: tengo confianza plena en esta patrulla, a pesar de todo...
- Disculpad que os interrumpa, pero yo tampoco comprendo la problemática de este hecho – afirmó Alonso, apoyando los antebrazos en las rodillas, mientras Julián le dedicaba al subsecretario del Ministerio del Tiempo una mirada poco amistosa por ese "a pesar de todo".
Salvador Martí se limitó a asentir y volvió a hablar con voz clara:
- La problemática de este hecho es que esta boda nunca se produjo, basándonos en la Historia que bien conocemos hoy: Don Gustavo y Doña Julia nunca fueron marido y mujer. Se trata de una anomalía temporal que debemos resolver.
- ¿Y quiénes son esas personas, si se puede saber? - quiso saber Julián, con más enfado reflejado en su voz del que le hubiera gustado: una cosa era evitar que los nazis ganaran la Segunda Guerra Mundial y otra cosa muy distinta era impedir que dos personas contrajeran matrimonio si querían hacerlo. - ¿Qué importancia tiene que quieran casarse? ¿A quién hacen daño con esta boda?
El subsecretario guardó silencio e intercambió una brevísima mirada con Ernesto, quien se limitó a asentir animando a su superior a que procediera en la exposición del caso.
- Responderé a su primera pregunta, Julián, que de igual modo servirá para responder las otras: tiene razón, puede que el nombre de Gustavo Adolfo Claudio Domínguez Bastida no signifique nada para usted, pero espero que sí recuerde a Gustavo Adolfo Bécquer, un importante poeta y narrador de nuestra literatura...
- Le conozco – afirmó finalmente Amelia, como si al fin hubiera desentrañado el misterio oculto entre las apretujadas líneas de delicada caligrafía del certificado de matrimonio. - Es decir, conozco que su obra o al menos parte de ella... Uno de mis profesores suele mencionarlo de vez en cuando como un nuevo ilustre de las letras... Bueno, al menos nuevo para mi época...
- Eh, yo también sé quién es: tuve que leer sus Rimas en EGB y aguantar los suspiros adolescentes de mis compañeras de clase – habló Julián, cruzándose de brazos: por favor, que no tuviera ante sí al nuevo Lope de Vega.
- Pues yo sigo sin conocer a dicho caballero – dijo Alonso, haciendo un gesto con la cabeza.
- Señor de Entrerríos, no ha oído hablar de él porque don Gustavo vino al mundo cerca de tres siglos después de usted; y, señorita Folch, usted le conoce o al menos en parte porque en su tiempo, 1880, la fama de don Gustavo Adolfo aún estaba tomando forma, aunque de manera rápida – continuó explicando Salvador Martí ante la atenta mirada de la patrulla. - Bécquer falleció en 1870 y sus amigos publicaron su obra de forma póstuma como homenaje y esperando también que fuera un sustento económico para la mujer y los hijos que dejaba atrás: la primera edición no tardó en agotarse y lo mismo sucedió con la segunda, publicada en 1877... Por eso es comprensible que no haya tenido total acceso a su obra, señorita Folch, pero que sí lo tuviera su profesor... Pero descuide, una tercera edición saldrá en 1881 y tendrá oportunidad de conseguirla si es usted rápida...
Amelia asintió ligeramente, intrigada por el giro que estaba tomando aquella exposición del caso: le llamaba poderosamente la atención tener que intervenir de nuevo para cambiar el destino de un artista, pero lamentaba no conocer apenas nada de la obra del tal Bécquer antes de que se iniciara la misión. Bueno, siempre podría consultar la biblioteca de la que disponía el Ministerio, así como ese invento llamado Internet al que aún no había dedicado mucho tiempo.
- Así pues, señores y señorita... - continuó explicando el subsecretario del Ministerio, haciendo un gesto a Ernesto para que pasara a la siguiente diapositiva, que resultó ser un retrato del mencionado escritor. - Gustavo Adolfo Bécquer es uno de nuestros escritores más ilustres, su fama ha sobrevivido siglos después de su muerte y continúa siendo uno de los referentes en lengua castellana. El problema es que uno de los grandes temas de su obra es el amor y créanme cuando les digo que no es su destino casarse con la señorita Julia Espín, sino con otra mujer que conocerá posteriormente...
Julián no dijo nada, para alivio de sus compañeros, pues temían que aquel tema en concreto le hiciera saltar por los aires rompiendo ese aura de calma que parecía mantener después de todo lo que había vivido tras la misión en la Residencia de Estudiantes. El enfermero se limitó a observar el retrato del joven escritor al que iban a conocer en breve: su nombre era uno de tantos que les enseñaban en el colegio pero pasaban sin pena ni gloria a su memoria a largo plazo. No había sido hasta empezar a trabajar en el Ministerio que se había dado cuenta de que la gran mayoría de personajes históricos para él no eran más que nombres y fechas: muchas veces pasaba por alto que habían sido personas no muy distintas a cualquiera de sus amigos o incluso a él, con sus miedos y alegrías, con sus deseos y sueños...
Gustavo Adolfo Bécquer le devolvía la mirada desde la pantalla del proyector, casi parecía que el pintor le hubiera pillado girándose hacia él mientras posaba de perfil: tenía el rostro delgado y fino, la nariz recta, el cabello corto formado de multitud de bucles castaños estaba peinado con la raya al lado y sus ojos castaños dedicaban una mirada soñadora y en cierto modo triste al espectador. No sabía si eran por sus propias circunstancias personales o porque el Ministerio le estaba volviendo más sensible de la cuenta, pero no pudo evitar preguntarse más por la vida de ese hombre, por sus inquietudes y, sobre todo, por algo que inmediatamente a continuación preguntó su compañero Alonso, como si le hubiera leído la mente.


- Me temo que no os entiendo bien, ¿tan terrible sería para él contraer matrimonio con dicha dama? Se trata de una boda que, al parecer, se ha celebrado libremente con el consentimiento de ambos: ¿no debería ser eso suficiente?
Julián dedicó una breve y triste sonrisa a su amigo, pero permaneció en silencio: aún no se veía preparado para hablar abiertamente de algo que le tocaba tan de cerca y que había dejado una huella tan grande en su vida como el amor. Por su parte, Salvador Martí asintió y agachó la cabeza unos instantes antes de proseguir con sus palabras, como si estuviera eligiendo las más adecuadas.
- Apelo a vuestra experiencia de vida, Alonso – prosiguió el hombre. - Estoy seguro de que hubo otras mujeres en vuestra vida antes de conocer a vuestra esposa Blanca... ¿Acaso imagináis cómo hubiera sido todo si algo así hubiera ocurrido, si os hubiérais casado con otra mujer que no fuera ella?
Ante ese ejemplo, el soldado de los Tercios de Flandes se vio obligado a callar, otorgando silenciosamente la razón a su superior: había habido otras mujeres en su vida, era cierto, pero ninguna de ellas podía equipararse en lo más mínimo a su querida Blanca. Y bien sabía Dios que Julián estaba pensando en lo mismo respecto a su esposa Maite, aunque tenía entendido que ella había sido su novia desde que eran muy jóvenes.
Pero Salvador Martí tenía razón: todo hubiera sido muy diferente.
- Les recuerdo que yo también estuve casado – se sinceró el subsecretario, llamando la atención de la patrulla: estaban acostumbrados a ver en él una figura de autoridad y mando que rara vez mostraba sus emociones u opiniones al margen de temas estrictamente ministeriales. Aquella declaración no tenía precedente alguno para ninguno de los tres. - No crean que la sensación del amor me es desconocida, por lo tanto sé que, aunque se crea estar enamorado otras veces, cuando conoces a la mujer definitiva lo sabes y jamás te arrepentirías de no haber contraído con ninguna de las anteriores... Gustavo Bécquer será padre en un futuro y les puedo asegurar que la madre de esos pequeños no es la señorita Julia Espín: si este matrimonio tiene lugar, estos niños así como los descendientes de la señorita Espín no existirán nunca...
Una vez más, el silencio se apoderó de la sala mientras la patrulla compuesta por Amelia, Julián y Alonso iban tomando conciencia de las palabras de Salvador. Comprendían todo lo que eso implicaba sentimentalmente hablando y también que su superior tenía razón, aunque hubieran preferido una misión que no tuviera tanto que ver con entrometerse en la vida más privada de una persona.
- Así que... - habló finalmente Amelia. - Lo que debemos de impedir es que Gustavo Adolfo Bécquer y Julia Espín se comprometan en matrimonio...
- Eso es – asintió Salvador volviéndose levemente hacia el retrato del joven escritor. - Viajarán al Madrid de 1858...
Dicho esto, el cuadro desapareció para dar paso a un mapa de la capital española en aquellos tiempos y unas cuantas fotografías en blanco y negro anexas en la misma diapositiva.
Un agente del Ministerio les recibirá allí y les dará las últimas instrucciones... - prosiguió el subsecretario, dejando que su mirada gris se perdiera en las antiguas callejuelas de Madrid del siglo XIX. - Gustavo Adolfo, junto a su hermano mayor, Valeriano, se trasladó allí en 1854 en busca de un futuro más próspero desde su Sevilla natal...
- ¿Es sevillano? - se interesó Alonso, recuperando el tono vigoroso en la voz y el entusiasmo en la misma.
- Así es – contestó Salvador. - Pero le advierto que ese muchacho es casi tres siglos posterior a usted y es probable que hayan conocido dos ciudades totalmente diferentes... Bien, Bécquer conoció a la señorita Espín en el Círculo Filarmónico, una asociación de formación musical creada por el padre de la chica, de modo que su primera parada será precisamente ésa... En 1858 tenía tan sólo veintidós años y ya saben cómo son los jóvenes en estas edades...
- Mientras no sea como don Lope de Vega me conformo – murmuró Julián, más para sí mismo que para los demás.
Amelia guardó silencio, no porque le doliera el comentario de su compañero, sino porque no había esperado que el escritor fuera de una edad tan similar a la suya... Echó una leve mirada a Julián y sintió cómo un peso se depositaba encima de su corazón: ojalá existiera alguien que llegara del futuro para decirle que el amor de su vida no es verdaderamente Julián, sino otra persona maravillosa que la amará como ella a él... Pero las fotografías recibidas dejaban lugar a pocas dudas.
- Entonces, ¿aceptan ustedes la misión? - quiso saber el subsecretario del Ministerio, sin perder por ello el aura de autoridad: aquella fórmula no dejaba de ser una mera formalidad.
- Por supuesto que la aceptamos – asintió rotundamente Alonso, llevado por el sentido del deber tan inmenso que poseía, antes de darse cuenta de que era Amelia, la jefa de la patrulla, quien debía aceptar.
- Sí, la aceptamos – contestó Amelia, dedicando a Alonso una breve sonrisa: había sido difícil para Alonso acostumbrarse a recibir órdenes de una mujer y había habido momentos en los que no se habían entendido del todo, pero finalmente la relación de amistad que había nacido entre ellos había terminado por ser más fuerte que el machismo de la época del soldado. - ¿Julián?
El enfermero asintió con la cabeza, pero no añadió nada más, así que Salvador Martí dio una palmada y continuó hablando, dirigiéndose a su escritorio:
- No esperaba menos de ustedes... Me alegra ver que están de nuevo tan implicados en nuevas misiones, estoy seguro de que harán un buen trabajo – dicho esto, agarró el teléfono y marcó un número de teléfono. - ¿Cornejo? Sí, te envío a dos hombres y una mujer. Años 1850. Avisa también a Antoñita, de peluquería...
Amelia suspiró y sonrió tímidamente a sus compañeros de patrulla.
Se sentía emocionada al ver por fin un cambio en la lúgubre realidad que habían vivido tres su última misión, tenía fe en que aquella nueva aventura fuera suficiente como devolverles a los tres a su vida normal.
O al menos eso quería creer.


Chapter 2: Podrá no haber poetas


Recordaba aquella noche en la habitación de la posada "La fonda del oso" en la que había confesado a Amelia que el Ministerio le había dado la vida. Había tocado fondo desde la muerte de Maite y entonces había creído que, por primera vez en mucho tiempo, el mundo le mostraba algo por lo que merecía la pena seguir adelante.
Pocas veces había sentido mayores ganas de soltarle un par de guantazos a su yo del pasado.
Mientras terminaba de ponerse la vestimenta que le habían traído para no dar la nota en el Madrid del siglo XIX, Julián tenía tiempo y silencio para pensar: precisamente las dos cosas que más le hacían darse cuenta de la puta locura en la que se había convertido su vida. Lo admitía, al principio había pensado que trabajar para el Ministerio del Tiempo sería genial – desde luego, mucho más genial que ir a dar con sus huesos en un psiquiátrico -: siempre le había gustado viajar, salirse de su zona de confort... Y dudaba seriamente que hubiera algo capaz de sacarte de tu zona de confort con más fuerza que ser funcionario del ministerio.
Julián soltó un bufido de exasperación y se cubrió el rostro con las manos: había estado muy jodido las últimas semanas, lo sabía, como también sabía que Alonso y Amelia habían estado muy preocupados por él. No quería fallarles ahora. Aunque en su interior, las palabras de Irene Larra y sus propios sentimientos intentaran rebelarse y mandarlo todo a la mierda, había algo en él que le empujaba a salir adelante, a seguir haciendo misiones, a continuar trabajando al lado de sus amigos...
Realmente, no podía decirse que él fuera una persona de las que salen adelante con facilidad: él se dejaba hundir y vivía en la tristeza, lo reconocía; pero al mismo tiempo, sentía dentro de él que la única manera que tenía de continuar viviendo era hacer caso a ese instinto que le motivaba a aceptar más misiones del Ministerio. El trabajo le abstraía de todo lo demás, lo tenía más que comprobado en los tres años en los que se había entregado casi de forma enfermiza a su labor como enfermero del SAMUR. Pero allí era diferente...
Estar viajando a lugares y épocas peculiares, conociendo a todos esos personajes que para él sólo han existido en aburridas lecciones en el colegio, junto a Alonso y Amelia... Eso era distinto.
Era como estar en familia.
Dentro de sí creía que perderse en aquellas épocas y situaciones lejanas le servían para alejarse de su propio vacío interno... Y quizás en cierto modo así era.
El enfermero dejó escapar un suspiro de cansancio y negó para sí mismo con la cabeza: lo que le faltaba, el Ministerio le estaba volviendo filósofo. Por el momento dejaría de comerse la cabeza y se centraría en lo que había que hacer.
Se abrochó los gemelos en la chaqueta del traje que le habían proporcionado y se echó una leve mirada al espejo: parecía salido de una película de Sherlock Holmes. El conjunto estaba compuesto por chaqueta, chaleco y pantalones negros junto a una camisa blanca con las solapas del cuello algo desmedidas. En sus manos portaba un sombrero que le terminaba de dar un aire a los muertos del álbum de la peli "Los Otros".
Mal rollo.
Finalmente, Julián abandonó la pequeña habitación destinada al cambio de vestuario y se encontró con que Amelia y Alonso ya le estaban esperando. El soldado no tenía un atuendo muy distinto al que acababa de ponerse él, mientras que la joven universitaria vestía un traje muy parecido al que solía llevar puesto cuando venía de su época: normal, tampoco había una diferencia de años enorme, puede que fuera ella la que más cómoda se encontrara en el Madrid del año 1858.
- Estás prácticamente igual al día en que cenamos con mis padres – señaló Amelia, esbozando una pequeña sonrisa.
Era verdad, pudo comprobar él tras echar una leve ojeada a su traje: puede que incluso fuera el mismo. No sabía cómo no se había dado cuenta antes.
- Y yo que me alegro: esta ropa es mucho más ropa que la del siglo XV... - contestó Julián, alisándose las mangas de la chaqueta, tratando de aparentar normalidad. Hizo un pequeño gesto con la cabeza a Alonso. - ¿Y tú? ¿Qué opinas de este traje?
- Opino que por mucho que a vuestra gente os guste vestir de manera extravagante... He de reconocer que esta vestimenta no está mal del todo... - admitió Alonso, quien a ojos de Julián tenía una pinta muy graciosa con ese traje tan formal.
Amelia abrió el bolso que portaba con ella y sacó un pequeño bloc de notas:
- Mientras te cambiabas nos han proporcionado los últimos detalles de la misión... - dijo la muchacha, pasando las gastadas hojas del cuaderno. - Una vez que lleguemos a Madrid en 1858 nos recibirá una funcionaria del Ministerio llamada María Luisa. Esta mujer posee una mercería en una calle cercana a donde residen Bécquer y su hermano, y nos permitirá alojarnos en el piso que hay encima del local durante el tiempo que dure la misión. Cuando nos hayamos instalado, iremos a buscar a Gustavo y...
- Amelia, creo que se te olvida un detalle importante... - le interrumpió Julián con delicadeza. - Digo yo que antes que nada, tendremos que saber qué puerta nos lleva a 1858...
La universitaria cerró los ojos y negó con la cabeza, como riñiéndose por su tropiezo.
- Puerta 815
- ¿La 815? - rió Julián sin poder evitarlo. - ¿Estás de coña, no?
Extrañada, Amelia negó con la cabeza. El enfermero dejó escapar una risa cansada más y añadió:
- Pues anda que empezamos bien...
El silencio que siguió a esas palabras sólo fue roto por el comentario de Alonso.
- No lo entiendo


Y ahí estaban, después de bajar unos cuantos pisos por la enorme escalera de caracol que conectaba los pasillos a todas las puertas del tiempo, frente a la que tenía una pequeña placa gastada en la que se podía leer a duras penas el número 815.
- Se ve que esta zona no la cuidan demasiado – señaló Julián echando un leve vistazo a su alrededor: se encontraban en el piso más bajo al que nunca habían ido y el aire estaba enrarecido incluso.
- Supongo que esta zona no les da demasiados problemas – se figuró Amelia, mirando de un lado a otro del pasillo, totalmente vacío.
- Sí, al menos hasta que a Romeo y Julieta se les ha ocurrido casarse... - contestó Julián, metiendo las manos en los bolsillos.
- Menos cháchara – les interrumpió Alonso, dedicándoles una mirada significativa: de repente, todo el aura de autoridad que le envolvía cuando emprendían una misión volvió de golpe. - Tenemos un deber que cumplir, y cuanto antes nos pongamos a ello, antes acabaremos...
Julián no creyó que Alonso se refiriera a que estaba deseando acabar la misión incluso antes de haberla empezado, sino que esperaba poder sorprender a los jefes con una resolución temprana. Antes de que pudieran añadir nada más, el soldado de los Tercios de  Flandes se había situado frente a la puerta, se había persignado y había abierto la puerta, atravesándola al instante.
- Desde luego... - murmuró Julián, mirando a Amelia. - Estoy seguro de que Alonso es el mejor fichaje que ha hecho el Ministerio últimamente... Aunque lo de Jordi Hurtado aún me tiene un poco alucinado
Amelia sonrió y negó con la cabeza.
- Anda, vamos, antes de que nos meta en un problema de los suyos...
Dicho esto, la muchacha se recogió las faldas de su vestido y atravesó el umbral de la puerta con cuidado de no tropezar. El enfermero echó una leve mirada a su alrededor antes de seguir a sus compañeros:
- En fin, 2016, nos vemos pronto...


Como siempre solía ocurrir cuando viajaba a través del tiempo, Julián tuvo que tomarse un par de minutos para acostumbrarse a todo lo que sus ojos estaban viendo. Amelia y Alonso ya estaban contemplando también la capital de España tal y como se mostraba a su alrededor: la puerta que acababan de cruzar les había llevado a una callecita en la que la gente iba y venía, vieron cruzar un coche de caballos y gente mayor que parecía volver del mercado, pero también personas que paseaban con porte distinguido mientras discutían entre sí cosas que a Julián, y más aún a Alonso, les sonaban a chino:
- ¿Acudiste a la inauguración de la nueva línea de ferrocarril a Alicante? - decía uno de ellos a su compañero.
- ¿Otra línea de ferrocarril? - exclamó el otro, quien no parecía haber oído hablar del tema. - ¡Qué barbaridad! Parece que nuestra reina Isabel no sabe hacer otra cosa que jugar con trenecitos...
Los dos caballeros estallaron en risas, alejándose calle arriba, y Julián se volvió hacia sus compañeros justo para ver la cara de pasmo y casi horror que había puesto Alonso.
- ¿Cómo se atreven a hablar así de su reina? ¡Y más aún siendo mujer! - espetó el soldado, a la vez que Amelia le ponía una mano en el brazo para calmarle.
- Alonso, Isabel II es también reina en mi época y te aseguro que no mucha gente la tiene en alta estima – habló la muchacha, llamando la atención de Alonso. - No contó con el apoyo de toda la población para subir al trono, los carlistas preferían a su tío, Carlos María Isidro: ese enfrentamiento entre liberales y tradicionalistas ha llevado al país a dos guerras de las que aún no se ha recuperado del todo... Y aún la gente permanece dividida por ello
Alonso sopesó las palabras de su compañera sin poder disimular un gesto de disgusto en su rostro: la idea de una España dividida, aunque ya había oído hablar de la Guerra Civil que tendría lugar menos de cien años después del momento en el que se encontraban, le parecía abominable viniendo de un tiempo donde el país estaba unido y en su máximo esplendor.
A la mente de Julián vino el recuerdo de esa niña asustada abrazada a su hermana durante el asalto al Ministerio por parte de Armando Leiva. Al no saber qué había sido de sus compañeros de patrulla, apenas había prestado más de una sencilla mirada a la reina Isabel II con sólo trece años: si no le fallaban los cálculos, en el tiempo en el que ahora se encontraban debía tener veintiocho años.
De repente, recordó algo más: estaban en 1858, la época de Amelia no era muy lejana a aquellos años.
- Amelia – la llamó Julián, acercándose a sus amigos para hablar lejos de oídos cotillas. - Acabo de acordarme de que tú vienes del año 1880, así que en 1858...
- Tengo sólo un año de edad o estaré a punto de cumplirlo – contestó ella, adivinando la pregunta que iba a hacerle su compañero de patrulla. - Qué extraño se me hace pensar que, si estuviéramos en Barcelona, podría ver a mis padres dándome un paseo por el parque en un carrito para bebés...
Alonso sacudió la cabeza, como si tener el caso tan cercano de Amelia fuera suficiente como para no poder procesarlo al momento.
- Si llego a contar esto en 1569, me hubieran ahorcado por traidor y luego quemado por brujo – dijo el soldado, casi más para sí mismo que para los demás.
- Mirad...
Julián había señalado levemente con la cabeza a una señora mayor que les miraba de modo extraño, como si hubiera oído parte de su conversación y estuviera decidiendo si estaban de broma o si simplemente habían perdido el juicio. Por parte de la patrulla, las dudas sobre las intenciones de la mujer se resolvieron en cuanto ésta se acercó a ellos con cautela y preguntó:
- Disculpen que les interrumpa. Señorita, ¿es usted Amelia Folch?
La universitaria se apresuró a asentir. La anciana dejó escapar un suspiro de alivio y les hizo unas señas para que la siguieran.
- Tarde, como siempre. - protestó la mujer mientras echaba a andar calle arriba. - Mande quien mande en el Ministerio, siempre me los envían tarde...
- ¿Es usted doña María Luisa? - quiso saber Amelia, apresurándose en su paso hasta llegar al nivel de la señora.
- Desde hace más años de los que estoy dispuesta a confesar, sí, soy María Luisa Díaz y soy funcionaria del dichoso Ministerio del Tiempo – contestó ella, mientras Alonso y Julián también se acercaban. - Les esperaba hace aproximadamente una hora, pero eso no importa ahora: voy a acompañarles hasta mi local, ustedes vivirán en el piso superior hasta que finalicen la misión que les han encomendado nuestros superiores
El tono con el que hablaba la anciana hizo sonreír a Julián: era exactamente el mismo que solía utilizar su abuela cuando estaba harta de aguantar las travesuras de sus nietos y les reñía por jugar con la pelota dentro de casa. Parecía que había algunas cosas, como el modo de hablar de las señoras a cierta edad, que nunca cambiarían a pesar de los años o siglos que pudieran pasar.
- Os agradezco vuestra hospitalidad, buena mujer – habló Alonso, caballeroso como siempre. - En nombre mío y de mis compañeros...
La mencionada señora chasqueó la lengua, como quitando importancia al asunto.
- No hace falta que me dé las gracias, caballero – dijo María Luisa, mientras seguía avanzando entre los viandantes de esa calle de Madrid: Julián no pudo evitar observar a su paso que la ciudad bien necesitaba un servicio de limpieza más contundente. - Esto de trabajar para el Ministerio me viene de familia, mi madre ya lo hacía antes que yo y una servidora está más que satisfecha de poder seguir sus pasos
Amelia esbozó una sonrisa y compartió una mirada con sus compañeros: el desparpajo de esa señora ayudaba a que la patrulla se sintiera de nuevo en acción por completo, como si nada hubiera pasado. No completamente, por supuesto, pero sí animaba el ambiente.
- Bien, si no recuerdo mal – siguió hablando la mujer, volviéndose de cuando en cuando para comprobar si conservaba la atención de los tres compañeros - precisan ustedes de contactar con un pretendiente de la señorita Julia Espín, ¿me equivoco?
- Sí, Gustavo Adolfo Bécquer – se apresuró a señalar Amelia. - ¿Le conoce usted? ¿Sabe dónde podemos encontrarle?
Por desgracia y para decepción de la patrulla, la señora negó con la cabeza.
- No es un nombre común, desde luego no lo he oído nunca – afirmó la anciana, sin detenerse un segundo. - Pero teniendo en cuenta que pretende a la señorita Espín, estoy segura de que podrán encontrarle con facilidad en el Círculo Filarmónico, que el padre de la muchacha organiza en la casa familiar... Al parecer don Joaquín Espín tuvo un rifirafe con el Conservatorio y decidió formar su propio centro, aunque yo de eso sé lo que comentan y poco más. Sé que organizan recitales y conciertos, y que son muy concurridos, la verdad sea dicha: la señorita Julia canta en la mayoría de ellos...
Al parecer, el chismorreo también era algo que no caducaba de una generación a otra: la señora había estado hablando muy rápidamente, como si no quisiera dar demasiados detalles o más bien como si pretendiera no querer hacerlo. Antes de que se dieran cuenta, avistaron la mercería que regentaba la anciana: tenía un bonito rótulo con su nombre sobre el escaparate, donde se mostraban distintos tipos de telas y encajes, así como también ofrecía sus servicios como modista. Cuando llegaron a la puerta, la longeva funcionaria les tendió un manojo de llaves:
- Tengan ustedes, ésta abre el portal y ésta el piso superior – informó señalando dos llaves distintas. - Procuren no estropear nada, que son los muebles de la familia: la casa tiene cuatro habitaciones, así que no tendrán ustedes problemas de espacio. Si quieren, puedo hacerles la compra...
- No, no será necesario – la interrumpió Julián. - Bastante hace usted ya por nosotros y por el Ministerio
- Pues no se hable más, yo he de volver a la mercería y ustedes deben prepararse para cumplir con su deber – dijo la señora bajando unos pocos peldaños y dirigiéndose hacia la entrada de su local. A medio camino, se detuvo sobre sus pasos y, tras vacilar unos instantes, se volvió hacia la patrulla. - Me han preguntado por un Gustavo, ¿verdad?
- Así es, señora – respondió Alonso.
- Conozco a un caballero, un poco mayor que la señorita – mencionó María Luisa señalando a Amelia con la palma de la mano hacia abajo y haciendo un gesto que venía a decir "más o menos". - Se dedica a hacer retratos, una vez hizo uno a mi hija y a mi nieta. Sé que tiene un hermano menor, con el que se le suele ver casi siempre, pero no estoy segura de que se llamara Gustavo...
- ¿Recuerda el nombre del pintor? - inquirió Amelia.
- Sí, por supuesto, de su nombre sí me acuerdo – contestó la mujer, como medio indignada. - Se llama Valeriano, es un buen hombre...
Julián recordó que en el certificado de matrimonio que había llegado al Ministerio figuraba el nombre de un tal Valeriano como testigo de la boda y, si no recordaba rematadamente mal, Salvador Martí les había mencionado que era el hermano del novio. El enfermero tuvo que reprimir las ganas de darse con la palma de la mano en la frente al recordar que el subsecretario del Ministerio les había dicho que el retrato de Gustavo Adolfo Bécquer mostrado en la proyección había sido pintado por su hermano Valeriano.
- Blanco y en botella – susurró Julián a Amelia, acercándose a ella. - Lo bueno de que la gente usara nombres tan raros es que es imposible equivocarse...
- ¿Sabe dónde podemos encontrarle? Nos sería de mucha ayuda – pidió la universitaria, dirigiéndose una vez más a la anciana funcionaria.
La señora ahogó una risa y negó con la cabeza, mirando hacia el suelo.
- Debí haberlo imaginado: ese muchacho va siempre con la cabeza en las nubes... Muy trabajador y educado, eso sí, como su hermano, pero él parece estar con los pensamientos en otra parte, como si soñara mientras camina... En fin, pues es muy probable que le encuentren esta tarde en la casa de don Joaquín Espín: está en la calle paralela a ésta, no tiene pérdida
- Muchas gracias por su ayuda – respondió Amelia con una sonrisa.
- Que tengáis un buen día, amable dama – contestó Alonso a su vez, sin poder reprimir su característico modo de hablar.
Pero la señora, teniendo en cuenta que eso de trabajar en el Ministerio parecía venirle de familia y ya nada le resultaba extraño, cruzó el umbral de la puerta de su local sin dedicar un segundo más de su tiempo a la patrulla y al poco la oyeron dando órdenes a una de las muchachas que debía tener contratadas como costureras o dependientas.
- Bueno, hemos averiguado más bien poco – dijo Julián encogiéndose de hombros. - Ya sabíamos que Bécquer había conocido a esa chica en ese Círculo -como se llame-, lo único que sabemos nuevo es que ya apunta maneras, si esta señora nos ha dicho que anda con la cabeza en las nubes...
- Tampoco hemos de fiarnos demasiado de cuchicheos de portal: rara vez se corresponden con la realidad – señaló Alonso.
- Me lo vas a decir a mí, tío, que ahora eso lo sacan por la tele y cobrando un pastón – contestó a su vez Julián, chocando el puño de una mano con la palma de la otra.
- Lo que importa, es que sabemos que tanto él como su hermano ya han acudido a esa asociación musical con anterioridad – recordó la universitaria. - Y, por lo que ha dicho doña María Luisa, parecen estar muy unidos... Es más de lo que sabíamos antes de llegar aquí
Acordaron que lo mejor sería instalarse en el hogar que les había proporcionado la modista y comenzar a pensar en un plan: por lo que habían podido averiguar, Gustavo Adolfo Bécquer no había alcanzado demasiada fama en vida – desde luego no la que tenía siglos después de su muerte -, así que aquella vez no iba a ser tan sencillo entrar en contacto con él como había sucedido en el caso de Lope de Vega, cuyas obras de teatro ya eran muy populares en el siglo XVI. Así que debían pensar en alguna otra cosa.
Al entrar en la casa de la funcionaria de 1858, Amelia sonrió al reconocer el estilo de los muebles y de la disposición de la decoración muy similar a la que tenía ella en su casa en 1880: después de todo, los Folch habían reutilizado gran parte del mobiliario de la casa de los abuelos de Amelia, dado que su madre sostenía firmemente que ya no se encontraban muebles como aquellos.
Algo a lo que ya se habían acostumbrado a lo largo de las distintas misiones que les habían encomendado en el Ministerio, era a que los armarios de las casas en las que se instalaban tuvieran ropa de la época para que pudieran cambiarse y utilizarla el tiempo que durara la misión, y, como pudieron comprobar a la hora de elegir habitación, ese hogar no era una excepción. Mientras sus compañeros estudiaban los atuendos que había cuidadosamente colgados en el interior de los armarios de sus respectivas habitaciones, Julián se dejó caer pesadamente sobre la cama de la misma y dejó escapar un suspiro de cansancio. Empezaba a sonreír para sí mismo al recordar la expresión de horror que había reflejado el rostro de Alonso al encontrar todo tipo de atuendo heavy en la misión de los años 80, cuando notó cómo un bulto en la espalda le incomodaba bastante.
Rayos, ya casi lo había olvidado.
Echando una leve ojeada al umbral de la puerta, vigilando que no viniera ninguno de sus compañeros de patrulla, Julián sacó de debajo de su camisa un pequeño libro algo gastado que había tomado prestado de la biblioteca del Ministerio: sabía que había ciertas normas sobre sacar objetos de otras épocas, pero ¿no se lo habían saltado ya muchas veces portando consigo móviles y, en ocasiones, armas?
Pasó la mano por la portada, contemplando de nuevo aquel libro que una vez tuvo que estudiar cuando aún estaba en el colegio. Al igual que al empezar a conocer a Lorca se había interesado más por su trabajo como poeta, esta vez quería hacer lo mismo en el caso de Bécquer. Sintió un pequeño nudo en la garganta al pensar en Lorca, en su encantadora forma de ser y en su trágico destino. Aunque, ahora que lo pensaba, en 1858 aún no habría ni nacido.
Ya se disponía a abrir "Rimas y Leyendas" por una página cualquiera cuando vio a Alonso apoyado en el quicio de la puerta. Julián ocultó la portada del libro con cuidado, aunque el soldado no parecía haberse dado cuenta de cuál era.
- Ya nos hemos instalado en este lugar y Amelia insiste en que nos reunamos en el salón para trazar un plan...
El enfermero asintió y, cerrando el libro, se incorporó de la cama. Esperó a que Alonso le diese la espalda y guardó el ejemplar en el cajón de la mesilla de noche que había junto a la cama: puede que cuando volviera a ponerle la mano ya hubiera conocido al hombre que lo escribió. Cuando llegó al salón, Amelia y Alonso ya habían tomado asiento alrededor de una pequeña mesa redonda a la que Julián no tardó en unirse.
- ¿Y bien? - carraspeó el hombre, mirando a sus compañeros. - ¿Tenéis alguna idea sobre lo que debemos hacer?
- De momento, creo que deberíamos acudir esta tarde a los recitales que organiza el padre de Julia Espín: si no le encontramos allí, siempre podemos intentar hablar con ella y ver si ya se conocen – habló Amelia: Julián no se lo había dicho nunca, pero su voz siempre transmitía serenidad y calma, hacía que las cosas parecieran más fáciles de lo que en realidad eran.
Alonso asintió con la cabeza, aprobando el plan.
- Me pregunto qué clase de recitales serán esos... - murmuró el soldado casi para sí: nunca había mostrado un excesivo entusiasmo por las artes, pero el Don Juan Tenorio de Zorrilla le había puesto los ojos como platos en su día.
Julián por su parte, al enfrentarse de nuevo al problema que debían resolver, no dejaba de sentirse algo incómodo.
- Algo dentro de mí sigue diciéndome que estamos haciendo algo mal... ¿Cómo vamos a impedir que esa relación prospere? ¿Vamos a encerrarle en un armario o algo así? Si es un crío, sólo tiene veintidós años...
- Yo mucho antes de esa edad ya había derramado sangre en batalla por España – afirmó Alonso con orgullo.
Julián bufó y se apoyó más en el respaldo de la silla: a veces olvidaba que todo dependía del cristal con que se mirase. En los tiempos de Alonso, un muchacho de veintidós años era todo un hombre, pero también estaban hablando de una época en la que la infancia era prácticamente inexistente; en cuanto a Amelia, ella tenía veintitrés años y era una rareza que no estuviera ya casada y con hijos... Pero en 2016, un chaval de veintidós años era algo muy distinto.
- Pero comprendo vuestro punto de vista – continuó diciendo el Alatriste de la patrulla. - Es joven y puede que aún no tenga mucha experiencia de vida, sin embargo, ya nos explicó nuestro jefe que no es esa joven con la que posteriormente se casará y será padre de familia... Os puedo asegurar que los muchachos son muy impulsivos a su edad...
- Eso es algo que parece no cambiar a lo largo del tiempo – sonrió Amelia divertida, recordando a Luis Buñuel en la Residencia de Estudiantes.
- Y ni cambiará – contestó Julián a su vez.
- El caso es que si contrajo matrimonio posteriormente con esa otra mujer y no con doña Julia sería por algo, es más que probable que fuera feliz con ella y con la familia que posteriormente tuvo: no existe mayor bendición del Señor que una familia, es algo que sabemos todos – terminó de explicar Alonso.
Maite había sido su primera novia y, de no ser por lo que pasó, probablemente hubieran seguido juntos toda la vida, aunque bien sabía Julián que eso no era lo habitual: el primer amor rara vez era el definitivo y quizás ése fuera el caso del poeta al que iban a conocer. No recordaba mucho de su vida personal, por no decir nada, pero dicen que la ausencia de noticias son siempre buenas noticias.
- Bueno, entonces ése es el plan que tenemos, ¿no? - habló finalmente Julián, dejando sus dudas a un lado. - Vamos a ese recital e intentamos dar con él o con Julia, ¿no es así?
- Me parece bien, es la mejor opción que tenemos – contestó Amelia. - ¿Alonso?
- Conforme – asintió el sevillano.
Bueno, eso que tenían aclarado. Ahora sólo les quedaba esperar a que llegara la tarde.


Llegada la hora, se encontraron con que las sesiones de música de don Joaquín Espín eran populares entre los vecinos del barrio. Además de recitales y pequeños conciertos, también ofrecían clases de solfeo, piano, canto, armonía y composición otros días de la semana. La patrulla, tras guardar una pequeña cola de unas diez personas a la entrada del hogar Espín y pagar las correspondientes cuotas, se encontraron con una casa grande y espléndida en la que podían acoger sin ningún tipo de problema a las personas y amantes del arte que allí se convocaban cada vez que tenía lugar un acto artístico.
Disponían de un gran salón con un balcón que daba a la calle, ricamente decorado con bonitas piezas de arte que Amelia estudiaba con curiosidad. Del mismo modo, habían colocado unas cinco filas de sillas en las que los espectadores ya se iban acomodando e intercambiando comentarios entre ellos sobre lo que esperaban de esa velada. Frente a dichas sillas, había un espacio que suponían estaba destinado a los artistas, puesto que además estaba emplazado estratégicamente cerca del piano de pared que poseía la familia.
- Si mi madre viera todo esto... - murmuró Amelia, contemplando la decoración y espacio a su alrededor. - No me cabría la menor duda de que querría incluirles en nuestro círculo de amistades
- Pues ya sabes – rió Julián. - Un día te la traes con nosotros: puerta 815, no tiene pérdida...
- Bajad la voz – instó Alonso, cerca de donde se encontraban sus compañeros: siempre estaba muy pendiente de no pronunciar ciertas palabras durante las misiones como "ministerio", "viajes" y "móvil", con la que ya se estaba familiarizando.
Julián y Amelia compartieron una mirada divertida ante los nervios de Alonso y le siguieron hasta tomar asiento en la penúltima fila: las tres primeras estaban totalmente ocupadas o guardando sitio a alguien. Aún habían personas de pie, puesto que aún faltaban unos minutos para que comenzara el espectáculo y conservaban animadamente entre sí, lo que daba cierto espacio a la patrulla para poder comentar los detalles de la misión.
- Seguro que no tenemos problemas para identificar a la señorita Julia, si es que es una de las artistas – habló Alonso en voz baja, inclinándose hacia sus compañeros. - Con el enamorado es con quien tenemos el problema...
- Tampoco es que partamos de cero: Salvador nos mostró un retrato suyo, ¿recordáis? - señaló Amelia.
- Esperemos que no pillemos a Bécquer escribiendo justo hoy – dijo Julián para sí.
Esta vez, tanto Alonso como Amelia le dedicaron una mirada de alerta y también de cierto reproche: había pronunciado la frase más alto de lo que había pensado y, si bien no la había gritado, sí se había hecho lo suficientemente audible para que las personas que estuvieran más cerca lo hubieran escuchado. La universitaria dio un leve golpe con el pie a Julián por el descuido, a la vez que la patrulla comenzaba a mirar de reojo a su alrededor para ver si alguien había escuchado esa parte de la conversación.
Gracias al cielo, todos parecían demasiado interesados en sus propias conversaciones como para prestar atención a los tres compañeros. Alonso ya había cerrado los ojos en una expresión de alivio y Amelia había suspirado brevemente cuando a Julián, quien seguía mirando a su alrededor con cautela, le dio un vuelco el corazón al ver que un hombre que había sentado en la última fila, justo detrás de ellos, se les había quedado mirando con los ojos como platos.
- Ay Dios – pensó el enfermero, empezando a sentirse nervioso.
El hombre en cuestión tenía el cabello castaño oscuro peinado hacia atrás, a juego con sus ojos y poseía un pequeño bigote. Por si quedaba lugar a algún tipo de duda, estaba sentado con una pierna sobre la otra, haciendo de atril improvisado a un grueso cuaderno de papel que llevaba consigo y en la mano sostenía un rústico antepasado del lápiz. Una cosa que no habían tenido en cuenta era que no sabían si el aspecto que presentaba Bécquer en el retrato presentado por Salvador se correspondía con el que tenía con veintidós años.
Bien, Julián, bien.
Julián le sostuvo la mirada a aquel hombre lo que se le antojaron siglos, hasta que Amelia y Alonso se dieron cuenta también de que habían llamado su atención y se giraron para poder verle mejor. Finalmente, cuando todo aquello empezaba a resultar incómodo, el hombre dejó el cuaderno a un lado y se inclinó hacia la patrulla.
- Disculpen que les inoportune, no he podido evitar escucharles – comenzar a hablar con voz suave. Incluso ahora que se dirigía a ellos, Julián podía sentir la mirada fulminante de Alonso por el rabillo del ojo. - Pero estaban hablando de Bécquer, si no me equivoco, ¿acaso conocen su libro?
Los amigos intercambiaron entre sí una mirada brevísima: por la urgencia que ponía ese hombre en sus palabras estaba claro que el tema no le era indiferente. Pero, ¿de qué libro hablaba? Creían que "Rimas y Leyendas" sólo habían sido publicadas después de su muerte. Por suerte, y como en tantas otras ocasiones, Amelia fue la que salió del paso.
- ¿Es usted don Gustavo? - preguntó al hombre, que seguía muy pendiente de la patrulla.
Para sorpresa de los compañeros, éste se echó a reír, echando la cabeza ligeramente hacia atrás. Sin embargo, no era una risa que reflejara ningún tipo de sorna, sino más bien sorpresa y alegría. Pasados unos pocos segundos, el hombre suspiró y negó con la cabeza, aún manteniendo la sonrisa en el rostro:
- No, debo negar esa acusación – rió el hombre con buen humor, provocando una sonrisa en los funcionarios del ministerio.
Dicho esto, el hombre le tendió la mano a Amelia, para coger su mano y besarla  en señal de respeto nada más tomarla . Después, estrechó la mano de Julián y Alonso. Apenas habían terminado de serenarse, cuando el hombre volvió a hablar:
- Bécquer es el apellido que usamos para firmar nuestros trabajos, mi nombre es Valeriano – habló animadamente al que ahora reconocían como el pintor. Posteriormente, señaló con el lápiz y un gesto de cabeza hacia unas filas más adelante. - Al que ustedes mencionan es Gustavo, mi hermano menor
Siguieron al momento el punto que señalaba Valeriano Bécquer, teniendo que incorporarse un poco en sus asientos para poder ver mejor. Julián paseó la mirada por las distintas filas antes de detenerse en uno de los asientos de la segunda fila, donde había sentado un joven que, al igual que el hombre al que acababan de conocer, también mataba el tiempo de espera a que empezara el recital haciendo unos pequeños esbozos en un cuaderno de papel. Debía de estar sentado ya cuando llegaron, pero no le habían visto, de haberlo hecho, Julián le habría reconocido al instante.
Apenas podía verle el rostro, pero sí pudo ver que su cabello corto estaba compuesto por bucles castaños, iguales a los que había visto retratados en el Ministerio. Sólo cuando el joven, ajeno a la breve conversación que había mantenido su hermano con ellos, inclinó la cabeza hacia un lado, como evaluando la evolución de aquellos trazos, Julián pudo ver que el parecido con su hermano mayor era notorio, con quien compartía el bigote, pero había diferencias que los hacían perfectamente reconocibles.
Ahí está la persona a la que habían ido a buscar: Dios, si lo viera ahora su viejo profesor de Lengua y Literatura se moría de la impresión.
Ahí tenían a Gustavo Adolfo Bécquer.

  Chapter 3: Eso son nuestras dos almas


Alonso de Entrerríos jamás había siquiera imaginado la posibilidad de trabajar para una institución tan extraña como lo era el Ministerio del Tiempo. La gran mayoría de misiones que había aceptado – de buen grado, como correspondía a un soldado comprometido como siempre lo había sido él – junto a sus compañeros Amelia y Julián lo habían llevado a momentos que lo separaban mucho de su siglo XVI natal. Amaba España con cada fibra de su ser y había tenido la dudosa oportunidad de comprobar que sus años de gloria parecían perderse más y más conforme avanzaban los siglos: rara había sido la misión en que una información sobre el futuro del país no le hubiera llenado de indignación y a veces incluso vergüenza.
Por ello, aunque su carácter natural siempre le impulsaba a salir adelante con valentía y entrega, siempre se había sentido un poco desorientado en tiempos que eran posteriores al suyo, sensación que también compartía Amelia Folch, líder de la patrulla, cada vez en mayor medida debido al dichoso asunto de las fotografías que descubrieron en la misión de la Residencia de Estudiantes. Julián y ella suponían para él una fuerte armadura con la que enfrentarse con seguridad a los nuevos tiempos, pero aún así, en todas las misiones que les habían encomendado, jamás había tenido la oportunidad de conocer a ningún paisano suyo.
Era por esa razón que, a pesar de que acababan de dar con la persona a cuyo alrededor giraba la misión, no podía tampoco dejar de prestar atención a su hermano Valeriano, con el que Amelia seguía charlando mientras Julián contemplaba al poeta sentado unas filas más adelante. El hecho de que ambos fueran de Sevilla era algo que no le había pasado inadvertido, en absoluto, como tampoco lo habían hecho las palabras que le había dedicado Julián mientras Salvador Martí les exponía el caso en la sala de proyecciones.
Si vieras ahora tu ciudad, seguramente no la reconocerías.
Y era cierto, probablemente no lo haría, pero ahí tenía a dos personas que podían albergar respuestas para preguntas que Alonso sólo se había atrevido a hacerse a sí mismo en la soledad de la morada que le había asignado el Ministerio en el Madrid del siglo XVI, preguntas que se habían incrementado tras conocer a su hijo en la misión de la Armada Invencible. Ahora se encontraban en el siglo XIX, seguramente la Sevilla que conoció en su día era ahora mucho más vasta y con muchos más habitantes, pero... ¿Qué habría sido del joven Alonso de Entrerríos, su hijo? ¿La vida le trató bien después de su truncada aventura por los mares de Inglaterra? ¿Sería posible que, tres siglos después de él, alguien siguiera portando el apellido de Entrerríos en su nombre? ¿O todo habría sido pasto del tiempo y del olvido?
No pudo evitar estremecerse ligeramente al pensar en ello y se obligó a prestar atención a la animada charla que Valeriano Bécquer compartía con Amelia: por lo que podía ver, el mayor de los hermanos era un hombre de carácter afable, con don de gentes y, a juzgar por lo gastado que estaba el cuaderno de papel que portaba con él y sus instrumentos de dibujo, la pintura no era sólo un trabajo con el que ganarse la vida y echar el cierre una vez terminada la jornada laboral, sino que se trataba de algo más profundo, algo que componía la propia esencia de lo que ese hombre era.
- ¿Usted es pintor, verdad? - había preguntado entonces Amelia, aunque ya conocía la respuesta. - Esta mañana hemos hablado con una señora de cuya hija usted hizo un retrato...
- Es muy probable que así sea, señorita – asintió Valeriano, acomodándose mejor en su asiento. - Desde que llegamos a Madrid, mi hermano y yo hemos tratado de realizar el mayor número de trabajos posibles: en mi caso, retratos, y Gustavo sigue tratando de encontrar su sitio en el mundo editorial
La mirada del hombre pareció oscurecerse un poco, como si hubiera recordado algo desagradable que hiciera decaer su buen ánimo, pero al momento negó casi imperceptiblemente con la cabeza para sí y dedicó de nuevo una sonrisa a la patrulla del Ministerio. Entonces Alonso decidió tomar parte también en la conversación:
- ¿Y vuestro hermano también se dedica a pintar? - preguntó haciendo un gesto con la cabeza hacia donde se encontraba el susodicho, quien fruncía levemente el ceño mientras borraba con cuidado una parte del esbozo que no acababa de convencerle a la vez que dejaba escapar un suspiro de frustración.
Valeriano Bécquer dejó escapar una breve risa ante el gesto de su hermano y se inclinó más hacia la patrulla, con quien parecía haber establecido ya un vínculo de confianza. O al menos sí con Amelia y Alonso, pues Julián parecía perdido en sus propios pensamientos mientras seguía observando al joven poeta.
- Nuestro padre era pintor: aún recuerdo sentarme a su lado y contemplar cómo trabajaba con las acuarelas... Ambos nos hemos destetado entre lienzos y paisajes, y parece que parte de su legado ha sido ese amor por el arte – señaló el hombre. - Pero Gustavo desde bien chico encontraba más comodidad en la biblioteca de nuestra madrina, que podía presumir de una amplísima colección en la que mi hermano podía perderse durante horas
El mismo Valeriano parecía perderse al recordar esos momentos de niñez, a juzgar por la sonrisa nostálgica de su rostro, pero no tardó en continuar hablando:
- No obstante, Gustavo también siente pasión por la pintura y el dibujo, y no se le da nada mal, pero está demasiado embaucado por el mundo de las letras... - algo pareció acudir a su mente, pues se apresuró a añadir, con cierta expresión divertida en el rostro. - Por Dios, recuerdo bien que en una ocasión nuestro tío llegó a decirle: "Tú no serás nunca un buen pintor, sino un mal literato"
Amelia frunció el ceño levemente. La sensación de carecer del apoyo familiar para dedicarse a lo que realmente quería hacer con su vida no le era en absoluto desconocida. Su propia madre había llegado a espetarle que había perdido la razón cuando le hizo saber que quería ir a la universidad y perdió el contacto con gran parte de sus amigas, quienes ahora solamente vivían por y para sus maridos e hijos.
- Parecen palabras severas... - musitó la universitaria, mostrando educadamente que un reproche como ése no le parecía algo divertido.
- No, no se equivoque, señorita: mi tío no hablaba con maldad – se apresuró a aclarar Valeriano. - Mi hermano y yo nos acordamos de esa anécdota a menudo y le aseguro que no le causó ningún trauma. Gustavo sigue dibujando, pero también escribe, algo que jamás podría hacer yo: encuentro mucho más fácil representar una escena en un lienzo que evocar sentimientos y situaciones mediante la palabra escrita. No considero en absoluto que mi hermano sea un mal literato, pero nuestro tío se equivocaba al pensar que Gustavo no podía ser ambas cosas... Comprenda que la gente mayor está acostumbrada a otro modo de ser y de ver la vida
Amelia esbozó una amarga sonrisa y asintió con la cabeza: ¡qué le iba a decir a ella! Su madre la presionaba constantemente para que fuera como las hijas de sus amigas, pero también conocía que la presión familiar podía llevar a un joven a dedicarse a algo que en realidad no le apasionaba: ha sabido de algunos casos en su universidad, siempre entre murmuraciones de sus propios compañeros.
Hubo un silencio relativo, pues ellos habían parado de hablar pero la gente a su alrededor no dejaba de hacerlo. El entusiasmo por el recital parecía aumentar a medida que pasaban los minutos y se acercaba la hora de la representación. Alonso, que había dejado que Amelia llevara la mayor parte de la conversación, se inclinó entonces sobre el respaldo de su asiento, dirigiéndose hacia el pintor.
- Son ustedes sevillanos, ¿no es así? - inquirió Alonso, intentando adaptarse a usar el "usted" en lugar del "vos", aunque le estaba costando: ya al intercambiar sus primeras palabras con Valeriano Bécquer se le había escapado un "vuestro" al refererirse a su hermano Gustavo, pero el hombre no parecía haberlo notado.
Al momento, una expresión de sorpresa invadió el rostro de Valeriano.
- Así es, ¿cómo lo ha sabido?
- La forma de hablar, supongo... - cabeceó Alonso, bajo la mirada inquisitiva de Amelia: después de todo, tenían que tener cuidado con no decir nada que no debieran saber. - Yo nací en Sevilla y vo... Usted al expresarse me ha recordado mucho a mis paisanos...
- ¡Válgame el cielo! - contestó Valeriano al momento, como si no pudiera creer su suerte. - Conocen la obra de mi hermano y además es usted de mi tierra, esto tiene que saberlo...
El pintor se irguió levemente sobre su asiento, hasta dar de nuevo con su hermano en la sala.
- ¡Gustavo! - exclamó Valeriano Bécquer, llamando tanto la atención del susodicho como la de Julián, quien dio un leve sobresalto y se giró hacia el pintor.
También el poeta se había girado hacia su hermano, permitiendo a la patrulla verle el rostro por primera vez: desde luego, el don de Valeriano para la pintura era notorio, podían reconocer al escritor perfectamente tras contemplar su retrato en el Ministerio. Gustavo Adolfo Bécquer miraba a su hermano con expresión de desconcierto, preguntándole con la mirada a qué venía eso de estar llamándole a voces en medio de una sala concurrida entre gente de la burguesía. El pintor le hizo un gesto con la mano, instándole a que acudiera a su encuentro.
- ¡Ven, anda! - habló de nuevo Valeriano, sin perder el buen ánimo. - ¡Tienes que conocer a unas personas!
Pero en el escenario ya había aparecido un señor bien vestido que había tomado asiento en el piano con un gesto exquisito y había comenzado a pulsar teclas del mismo, como comprobando su afinación, algo que no pasó desapercibido para Gustavo Bécquer. Tras ver la actividad que empezaba a haber en el escenario, el poeta se giró de nuevo hacia su hermano con cierto gesto de reproche en el rostro y negó rotundamente con la cabeza mientras sus labios dibujaban lo que era un "ahora no" inequívoco. Valeriano ahogó una breve risa y volvió a tomar asiento.
- Deben disculparle, seguro que no tendrá problema alguno en hablar con ustedes una vez finalice el recital, pero en estos momentos la atención de Gustavo está en otros asuntos – dijo el pintor, mientras se acomodaba de nuevo en su asiento de cara al inicio del espectáculo.
- ¿A qué se refiere? - quiso saber Julián, quien ya parecía haber vuelto al asunto que les había traído al año 1858: Valeriano Bécquer no había hecho una referencia clara a Julia Espín, pero no creía que la atención de su hermano estuviera centrada sólo en la música.
El pintor se encogió de hombros, haciendo como que no sabía nada, pero tras pensarlo unos instantes, añadió:
- Mi hermano y yo estamos muy unidos, siempre vamos juntos a todas partes y es extraño que no se encuentre ahora mismo sentado a mi lado... Pero mucho me temo que no soy competencia alguna contra una mujer hermosa...
Amelia intercambió una mirada llena de significado con Julián bajo la atenta mirada de Alonso: de modo que Gustavo Adolfo Bécquer ya mostraba interés en Julia Espín, pero eso era lo único que sabían de momento, no tenían idea alguna de qué relación existía entre ambos. Julián ya se disponía a volver a preguntar sobre la cuestión a Valeriano Bécquer cuando la gente empezó a chistarse entre sí, instándose a guardar silencio, y no tuvo más remedio que volverse de nuevo para comprobar que el señor que había estado sentado al piano ahora se encontraba en pie dirigiéndose al pequeño público que había allí reunido. La patrulla se volvió hacia adelante y se acomodó en sus asientos: ya habían trabado cierta amistad con Valeriano y éste les había prometido presentarles a su hermano una vez acabara el recital, eso era más de lo que habían esperado y lo único que podían hacer por el momento era tratar de disfrutar del espectáculo.
- Buenas tardes, amigos míos – comenzó a decir en voz medianamente alta aquel señor trajeado, quien debía ser el anfitrión de aquella peculiar reunión y, por lo tanto, el padre de Julia Espín. - Me alegra enormemente verles de nuevo y poder empezar a reconocer a algunos de nuestros socios, eso está bien...
Aquel comentario desató risas por parte de los allí reunidos y algún que otro aplauso aislado. El señor Espín posó las manos en las solapas de su impecable chaqueta y continuó con su arenga:
- En esta ocasión, tenemos el honor de ofrecerles un pequeño recital de ópera. Seguro recordarán que la última vez que nos vimos disfrutamos de una zarzuela y en la variedad está el gusto, señores míos. Así pues, en el día de hoy les presentamos un fragmento de la obra Lucia di Lammermoor – remarcó en un marcado acento italiano, algo que a Julián no dejó de resultarle algo presuntuoso y artificial. - En el papel de Lucía, por supuesto, la señorita Julia Espín...
El orgullo que había reflejado en la presentación del señor Espín no pasó desapercibido para ningún miembro de la patrulla, pero ese pensamiento pasó de largo en cuanto la gente allí reunida empezó a aplaudir precediendo a la entrada de Julia Espín en el improvisado escenario. Al verla entrar, con una sonrisa radiante dibujada en el rostro y realizando una pequeña reverencia a los allí reunidos, Julián comprendió perfectamente cómo alguien como Bécquer – al que aún no conocía personalmente, pero sí algo del tipo de poesía que escribía – bebía los vientos por Julia Espín: era una joven que aún no tendría ni veinte años de apariencia dulce y sonrisa afable, de complexión algo menuda pero esbelta, con largos rizos castaños que le caían por la espalda y enmarcaban un rostro níveo en el que brillaban unos vivaces ojos azules.
Para la ocasión, llevaba un vestido blanco que nada tendría que envidiar al de cualquier novia del siglo XXI: unas puntillas blancas adornaban el escote casi inexistente, mientras que unas flores doradas bordadas a mano parecían trepar por la zona del corsé hasta su pecho, las mangas le llegaban únicamente hasta el codo y algo parecido a seda formaba unos volantes al final de las mismas, y, finalmente, la amplia falda del vestido parecía tener varias capas, lo que aumentaba su imagen etérea.
A su lado, Amelia dejó escapar un pequeño grito ahogado de asombro:
- Dios mío... Los Espín deben de estar mejor posicionados de lo que pensábamos si pueden permitirse un vestido como ése sólo para una representación – murmuró a sus compañeros de patrulla. - Ni siquiera mis padres podrían permitirse un traje así...
Amelia era de familia bien y también vivía en el siglo XIX, aunque a finales de éste, por lo tanto sabía de lo que hablaba, pero Alonso y Julián también pensaron que aquel vestido no debía ser en absoluto barato. Al llegar a este punto, Julián intentó recordar los chismes que la funcionaria María Luisa les había contado al recibirles en el año 1858: el padre de la joven estaba relacionado de algún modo con el conservatorio de la ciudad, pero por algún motivo realizaba estos recitales en su casa así como clases particulares... Quizás tenía alguna especie de acuerdo o amistad con el teatro de la ciudad y tenía acceso al vestuario... Pero a Julia Espín el vestido le quedaba como un guante, no parecía estar hecho para otra persona que no fuera ella.
Aprovechó que la muchacha intercambiaba unas palabras con su padre, ya sentado al piano, para dirigir la mirada hacia el enamorado y lo que vio volvió a hacerle replantearse el bien que supuestamente iban a hacer con esa misión: Gustavo Adolfo Bécquer contemplaba cada gesto de Julia Espín sin apenas parpadear, como si temiera perderse lo más mínimo si lo hacía, con una expresión de adoración que le hizo sentir incómodo al recordar que se suponía que estaban allí para impedir que esa relación llegara a buen puerto.
- Vamos, no me jodas – murmuró Julián para sí, pasándose la mano por la cara: Julia Espín podía interpretar a la tal Lucía, pero mucho se temía que a Amelia, Alonso y a él mismo les tocaba hacer de una Celestina algo distinta de la original, una Celestina convertida en una supervillana maruja digna de la mejor telenovela. - Con los amantes de Teruel...
Aunque lo había dicho en voz baja, sintió cómo Amelia le daba un pequeño codazo en las costillas, mandándole callar. De todas formas, no habría hecho falta: la gente a su alrededor estaba más atenta a lo que ocurría en el escenario. Finalmente, la cantante besó a su padre en la mejilla y se volvió hacia las personas que había allí reunidas, con un brillo de entusiasmo en los ojos difícil de esconder, y, poco después de que su padre comenzara a tocar una suave melodía, Julia Espín empezó a cantar.
A Julián nunca le había interesado mucho la ópera y no había acudido nunca a una obra de esas características, Alonso parecía haber pasado toda su vida más ocupado en el filo de las espadas que en las artes, pero Amelia sí conocía el género y había acudido con su padre a la Ópera Garnier con motivo de su inauguración en París hacía unos cinco años, cuando ella acababa de cumplir los dieciocho. Enric Folch se había preocupado por alimentar en lo que podía el espíritu ávido de conocimiento de su hija sin que esto conllevara problemas con su esposa, así que realizaron ese viaje a París en el que doña Carme se deleitó con la moda de la capital francesa mientras que padre e hija visitaron distintos museos y lugares de interés.
El esplendor de la Ópera de París no podía compararse en lo más mínimo al hogar de los Espín, por muy buena posición social que estos tuvieran, pero tenía que admitir que la joven Espín bien podría llegar algún día a cantar para el público francés. Tenía una voz maravillosa y no parecía costarle llegar a las notas más altas sin perder la afinación por un solo momento, sus movimientos eran estudiados sin dejar de resultar delicados: se notaba que su padre era músico y que ella había crecido entre partituras y notas de piano, pues se la veía cómoda a la par que entregada sobre el escenario, disfrutando con serena alegría de cada momento de la canción. Toda ella irradiaba comunión plena con la música y poseía un aura de luz e inocencia que no le extrañaba que hiciera temblar el corazón de cualquier poeta.
Tras alcanzar una nota particularmente alta, la muchacha giró sobre sí misma con gracia mientras su padre ejecutaba un solo de piano, ocasión que Amelia aprovechó para inclinarse disimuladamente hacia adelante para intentar ver la reacción de Gustavo Adolfo Bécquer a la interpretación de Julia Espín. Si bien ella misma había podido apreciar las virtudes de la joven en aquellos pocos minutos, estaba visto que el poeta se había percatado de todas ellas mucho antes y aún así parecía estar tan maravillado como si fuera la primera vez que la veía. Era una lástima que aquello no fuera a terminar bien, pero la universitaria se recordó que tanto Bécquer como Julia contraerían matrimonio más tarde con otras personas.
Que aquel primer enamoramiento no fuera a salir bien no significaba que no fueran a ser felices en un futuro, un pensamiento que la tranquilizaba bastante.
Amelia miró también a sus compañeros de patrulla: Julián no parecía aburrido, como había temido, pero tampoco excesivamente entregado; por otro lado, Alonso permanecía con gesto extraño, como si acabara de descubrir que no era precisamente admirador de ese género musical. La universitaria esbozó una breve sonrisa y volvió la vista al escenario justo cuando Julia volvía a cantar, y notó que esta vez portaba algo guardado en su puño.
La joven cantante continuó hilando nota tras nota en lo que parecía ser el momento cumbre de la representación. Amelia no pudo dejar de notar que, cuanto más altas eran las notas que cantaba Julia Espín, más se encogía Alonso en el asiento de al lado. Finalmente, tras llevar a cabo lo que seguro era una complicada sucesión de armonías, la cantante alzó la barbilla exhibiendo un torrente de voz en la parte final de la canción y al mismo tiempo golpeó contra su pecho uno de sus puños, el cual abrió al momento dejando escapar pétalos de rosas rojas representando seguramente la muerte de su personaje.
Julia Espín acaba de realizar una sentida reverencia tras acabar su actuación y ya tenía a la mitad de los allí reunidos aplaudiéndole en pie con fervor. Los que no lo habían hecho en un principio, imitaron a sus predecesores para no que no pareciera que habían disfrutado menos de la muestra. Cuando sus compañeros y ella se pusieron también en pie, no pudo dejar de notar que Alonso parecía hacerlo a regañadientes.
- Por Dios bendito... - murmuró el soldado, claramente disgustado. - ¿Y a estos berridos lo llaman cantar?
- ¡Alonso! - le reprendió Amelia, temiendo que alguien pudiera oírle.
- Os ayudaré a completar la misión, no lo dudéis ni por un segundo... - habló Alonso, dirigiéndose a Amelia. - Pero, por favor, no me hagáis volver aquí
Amelia negó con la cabeza, resignada y armándose de paciencia, mientras continuaba aplaudiendo.
- ¿Y a tí que te ha parecido? - preguntó la universitaria a Julián, quien también aplaudía.
- No es algo que escucharía todos los días, pero no está mal... - reconoció el enfermero. - Tiene su mérito poder hacer lo que hace esta chica con la voz
En el escenario, la cantante se volvió hacia su padre, haciéndole partícipe también del éxito de aquel fragmento de ópera italiana. El señor Espín también realizó una breve reverencia e hizo gestos con las manos que instaban a los allí reunidos a que dejasen de aplaudir.
- Amigos míos – habló el padre de la joven, ahora que los aplausos habían ido menguando ante su petición. - Sé bien que siempre nos premiáis con vuestro reconocimiento y cariño, pero esto es ridículo...
Nuevas risas y aplausos brotaron del público al momento, mientras que Julia sonreía también a las palabras de su progenitor. El anfitrión de la velada continuó hablando durante unos momentos más, pero la atención de la patrulla ya estaba anticipándose al encuentro que iban a tener con el escritor en cuanto terminara todo aquello. Julián dejó escapar un suspiro y se metió el dedo por el cuello de la camisa, intentando que pasara el aire: trabajar para el Ministerio del Tiempo le había brindado la oportunidad de viajar a muchas épocas distintas y de conocer a personajes históricos muy diferentes, pero aún notaba cierta sensación de vértigo en los instantes previos a conocer a alguien que para él sólo habían sido nombres escritos en un libro de texto.
- Amigos míos – habló de nuevo Valeriano Bécquer, posando las manos en el respaldo de la silla de Amelia, haciendo que Alonso y la universitaria se volvieran hacia él. - Discúlpenme un momento mientras voy a buscar a mi hermano...
Julián, aún algo ensimismado, asintió pero no dijo nada. Notaba cómo Amelia le dirigía una mirada preocupada, pero no le devolvió la mirada: era como si la joven temiera que si el enfermero se perdía demasiado en sus pensamientos, volvería al pozo de desesperanza del que tanto le estaba costando salir. Miró a su alrededor y pudo ver que muchos de los presentes se encontraban conversando animadamente en pequeños grupos: el señor Espín reía junto a unos hombres trajeados cerca del piano y de la joven Julia no quedaba más rastro que los pétalos de rosa que había usado durante su actuación.
- Bueno, Alonso... - habló finalmente Julián, rompiendo su silencio y apoyando el brazo en el respaldo de su silla a la vez que su mirada se encontraba con la del soldado. - ¿Habías ido alguna vez a la ópera? ¿Ha habido "efecto Tenorio"?
Alonso de Entrerríos puso los ojos en blanco y se masajeó las sienes con los dedos.
- Por favor, no hagáis que lo recuerde, os lo ruego...
El enfermero rió: una de las mejores cosas de trabajar en el Ministerio era poder tomarle el pelo a Alonso.
- Pues entonces nunca veas una peli Disney antigua, porque las tías sonaban exactamente como ella – señaló Julián sin perder la sonrisa divertida. - Sólo han faltado los animalitos del bosque
A Alonso de Entrerríos no le dio tiempo de preguntar a qué se refería el enfermero, aunque con el tiempo había llegado a conocerle bastante bien y a comprender que muchas cosas de las que éste mencionaba le eran desconocidas y, de momento, la gran mayoría hubiera preferido no saberlas jamás. En lugar de eso, se puso de pie de inmediato, haciendo que Amelia y él se giraran hacia el pequeño pasillo que había dispuesto entre las filas encontrándose, esta vez, con los dos hermanos Bécquer.
Amelia y Julián también se incorporaron de sus asientos al momento. Junto al pintor con el que ya habían trabado cierta amistad se encontraba su hermano menor, Gustavo Adolfo Bécquer, el "culpable" de que se hallaran en el Madrid de mediados del siglo XIX. Era alto, bien parecido, algo más delgado que su hermano y también con un aspecto más frágil, pero no por ello daba la impresión de ser una persona débil. Esto chocó especialmente a Julián: no era lo que hubiera esperado de un muchacho de veintidós años, aunque se tuvo que recordar que en el siglo XIX a un joven de esa edad ya se le consideraba todo un hombre y que éstos se comportaban como tales.
- Gustavo, éstas son las personas que quería presentarte antes... – habló Valeriano, paseando su mirada entre su hermano menor y la patrulla del Ministerio.
Un pequeño silencio siguió a las palabras del pintor, quien había esbozado una pequeña mueca como si estuviera intentando recordar algo y no le acudiera a la mente. Aunque parecía que Gustavo Adolfo Bécquer era, y no se equivocaban, más callado y reservado que su hermano, finalmente sonrió y se inclinó levemente hacia él:
- Tanto que querías hablar y ahora resulta que te ha comido la lengua el gato
Valeriano rió y negó la cabeza:
- Discúlpenme, perdonen mis modales – continuó hablando el mayor de los hermanos mientras se llevaba la mano al pecho. - Ustedes conocen mi nombre y yo aún no les he preguntado el suyo...
- Amelia Folch – dijo la universitaria, dando un pequeño paso hacia el poeta y tendiéndole la mano con el dorso hacia arriba. - Es un placer conocerles a ambos...
Gustavo Adolfo Bécquer se inclinó levemente para besar la mano de Amelia.
- El placer es mío, señorita – aseguró el menor de los hermanos. - Gustavo Adolfo Bécquer, para servirla...
- Julián Martínez – se presentó de forma un tanto abrupta el enfermero tendiéndole la mano al escritor, quien se la estrechó con educación al momento: no sabía si se estaba volviendo paranoico o qué, pero desde Lope de Vega había empezado a sospechar de todos los literatos que fueran excesivamente amables con Amelia. - Encantado
- Alonso de Entrerríos – dijo con voz enérgica el soldado de los Tercios de Flandes, haciéndose un hueco entre sus compañeros y realizando una seca inclinación de cabeza como saludo.
El poeta pareció sorprenderle el gesto quizás algo excesivo de Alonso, pero terminó inclinando la cabeza a su vez.
- Es un honor
- Les he conocido poco antes de que empezara la representación, Gustavo – habló de nuevo, Valeriano Bécquer. - No daba crédito a mis oídos, ¿sabías que hablaban de tí?
- ¿De mí? - se sorprendió el poeta, quien aún portaba en las manos el cuaderno en el que había estado dibujando momentos antes de la representación: Amelia notó cómo un pétalo de rosa sobresalía de entre las páginas. Por su lado, Bécquer rió y añadió. - Espero que fuera con benevolencia...
A Julián le chocó el tono animado al hablar que Gustavo compartía con su hermano mayor: por lo que recordaba de él en sus clases de Literatura y la leyenda que siempre había girado entorno a su nombre, se había imaginado a poco menos que un Edgar Allan Poe español, un hombre melancólico y errante penando de amor por las calles nocturnas de Madrid. Comprobar que tenía sentido del humor era una grata sorpresa y le hizo sentir más cercano a él.
- Benevolencia... - se burló Valeriano para después dejar escapar una carcajada a la vez que daba una palmada en el hombro de su hermano. - Es más que eso, Gustavo, si recordaban tu nombre de Historia de los Templos de España...
La genuina estupefacción que asomó a la mirada del poeta hizo sonreír a Amelia, aunque al mismo tiempo rezaba todo lo que sabía por que no les hiciera demasiadas preguntas sobre de lo que pensaban acerca de su obra: después de todo, Valeriano Bécquer había asumido que conocían a su hermano por un libro cuyo título acababan de conocer por pura casualidad. Si se imaginara todo lo que en verdad había detrás...
- ¿De veras? - quiso cerciorarse el poeta y la patrulla se apresuró a asentir. - Me alegra que recuerden con cariño ese volumen y al mismo tiempo lamento tener que informarles de que el dedicado a Toledo será el primero y último de toda la colección...
Amelia observó que Valeriano dirigió una mirada seria, casi preocupada, a su hermano: por lo que habían podido charlar con el pintor, sabía que los dos hermanos estaban muy unidos pero ahora también veía que ese instinto protector que suelen tener los hermanos mayores hacia los pequeños aún estaba allí, a pesar de que ya no eran ningunos niños. Debía haber algo más ahí que no les contaban, pero tampoco ella iba a preguntar por asuntos que incumbían.
- ¿Y a qué causa responde eso? - quiso saber Alonso.
Gustavo Adolfo Bécquer se encogió levemente de hombros y dejó escapar un suspiro de cansancio:
- Al principio todo iba bien, incluso tuve oportunidad de tener una audiencia con la reina Isabel y conseguí su apoyo para la empresa pero... No salió bien, cosas que pasan, me temo...
- Gustavo, ¿sabes que este buen hombre es paisano nuestro? - mencionó Valeriano poniendo una de sus manos sobre el hombro de Alonso. El cambio tan repentino de tema de conversación no pasó desapercibido para la patrulla: daba la impresión de que el pintor quería evitar que siguieran hablando de aquel proyecto frustrado. - Extraño en tierra extraña, como nosotros
- ¿Sí? Eso es magnífico – exclamó Gustavo Bécquer, mirando a Alonso con renovado interés. - Dígame por favor, ¿de qué zona de Sevilla viene usted?
El soldado se vio en un aprieto: ¿cuánto podía cambiar una ciudad en tres siglos? Estaba seguro de que la Sevilla que él había conocido era muy distinta de la Sevilla en la que habían nacido y crecido los hermanos Bécquer. Finalmente, se encogió de hombros y se limitó a contestar:
- No muy lejos de donde pasa el río Guadalquivir
- Nosotros solíamos pasear mucho por la ribera cuando aún vivíamos en Sevilla – asintió Valeriano. - Puede que alguna vez nos hayamos cruzado con usted, incluso...
- Puede ser – murmuró Alonso, deseando zanjar el tema.
- Entonces son ustedes artistas – habló Amelia, tomando el rumbo de la conversación: siempre le había apasionado el arte y tener la posibilidad de hablar con un poeta de fama inmortal en España y también con su hermano, entendido en pinceles y acuarelas, se le hacía algo sumamente apasionante. - Un escritor y un pintor que son, por lo que veo, también aficionados a la música...
- No se equivoca usted, señorita Folch – contestó el poeta. - Pero mucho me temo que no estoy tan versado en ese arte como me gustaría: sé tocar de oído algunas piezas en piano y en guitarra, pero no entiendo las partituras, aunque me fascina contemplarlas como si pudiera hacerlo... Como si dedicándoles el suficiente tiempo accedieran a revelarme sus secretos
- Pero bueno, saber escribir y pintar tampoco está nada mal, ¿no? No es algo que haga mucha gente - dijo Julián, llamando la atención de los hermanos. - Valeriano nos lo ha dicho y también hemos visto que dibujaba mientras esperaba a que empezara la representación...
La mirada de Julián había ido a parar al cuaderno que Gustavo Adolfo Bécquer sostenía entre sus manos, sobre el cual éste había empezado a tambolirear los dedos con cierto nerviosismo.
- Sí, bueno... - murmuró el poeta, como si estuviera debatiendo si mostrarle alguno de sus dibujos o no. - Pero al que las musas han bendecido con su aprobación es a mi hermano...
- Menos cuento, Gustavo – le interrumpió con una risa el susodicho. - No peques de falsa modestia: tienen que ver al menos algunos de los de Hamlet...
- ¿Están familiarizados con la obra de Shakespeare? - se interesó Amelia: aunque la fama de El Bardo era innegable, su profesor en la Universidad de Barcelona se empeñaba en afirmar que éste bebía de fuentes profanas y que, por lo tanto, eran los escritores españoles los que realmente debían llevarse el mayor mérito.
- Los dos conocemos bien su obra – afirmó Gustavo, asintiendo con la cabeza y visiblemente más cómodo en aquella conversación con los que hasta hace poco habían sido meros desconocidos para él. - Ahora que Valeriano lo ha mencionado sí creo que debo tener en alguna de estas páginas...
Gustavo Adolfo Bécquer había alzado el pequeño volumen y lo había abierto por una página cualquiera, empezando a buscar la ilustración que tenía en mente para mostrar a aquellos nuevos amigos. Mientras pasaba las hojas del gastado cuaderno, Julián pudo ver por encima cómo las finas líneas escritas compartían página con dibujos de calles, personas e incluso lo que parecían ser escenificaciones de sus propias obras. A su alrededor, la gente que se había reunido para disfrutar del recital de la familia Espín comenzaba a moverse más aún, empezando a abandonar el lugar. El poeta fue consciente de ello y comenzó a darse más prisa mientras pasaba una página tras otra.
- Debo insistir en que no tengo el talento de mi hermano, pero sí me gusta dedicar tiempo a...
Todo pasó demasiado deprisa para que pudieran haberlo prevenido: un grupo de señoritas pasó apresuradamente por el pasillo, enfrascadas en una conversación que las mantenía totalmente absortas, tanto que al parecer ni siquiera se fijaron en el escritor. Una de ellas chocó al pasar con el hombro del poeta, golpe suficiente para que éste se tambaleara ligeramente y para que el cuaderno que portaba en sus manos cayera al suelo, dejando escapar algunas hojas sueltas con el impacto.
Murmurando una maldición, Gustavo Bécquer se apresuró a arrodillarse para recoger los papeles y volver a unirlos en el cuaderno. Valeriano y el resto de la patrulla no tardaron en hacer lo mismo para ayudarle y Julián no pudo evitar dirigir una mirada de enfado a las supuestas damas que habían pasado por ahí sin ni siquiera disculparse: estaba visto que la mala educación nunca pasaría de moda. Amelia, por su parte, consciente de lo importante que serían esas cuartillas escritas para la literatura española, incluso pasaba la mano por encima de las hojas que recogía, como quitándole la suciedad que pudiera haber adquirido en el breve contacto con el impoluto suelo de la casa de los Espín.

- Vaya desastre... Gracias, señorita... - murmuró Gustavo mientras reunía las páginas perdidas y recuperaba a su vez las que le tendía Amelia y el resto de la patrulla. - Gracias...
- No se preocupe – contestó Amelia.
Valeriano Bécquer echó un breve vistazo a su alrededor antes de ayudar a su hermano a incorporarse:
- ¿Te falta alguna, Gustavo?
La patrulla del Ministerio también se había incorporado del suelo, pues no querían llamar demasiado la atención y ciertamente no parecía haber ninguna página más a la vista. Amelia se pasó las manos por la amplia falda de su vestido, alisándola, mientras que sus compañeros se sacudían un polvo inexistente de los pantalones. A todo esto, el poeta continuaba observando las páginas de su cuaderno con cautela.
- El caso es que... - murmuró mientras pasaba una página tras otra. - No, creo que no...
- ¿Ésta soy yo?
Los funcionarios del Ministerio del Tiempo pudieron apreciar al momento el cambio de expresión en el rostro de los hermanos Bécquer, más aún en el de Gustavo, antes de dirigir la mirada hacia el lugar de donde provenía esa voz dulce y pausada. Mientras que las otras muchachas que la acompañaban parecían haberse marchado ya sin esperarla, Julia Espín estaba únicamente a unos pocos metros de distancia del grupo, mientras en sus manos sostenía una cuartilla que indudablemente pertenecía al poeta.
Éste parecía haberse quedado sin palabras mientras observaba con cautela cómo Julia observaba cada trazo del retrato, uno de tantos que Gustavo Bécquer había realizado de ella basándose en los momentos en los que la veía en los recitales y también en sus propios recuerdos. Recuerdos que, dicho sea de paso, últimamente le quitaban más de una noche de sueño: por unos momentos, el poeta incluso dudó de si no se había perdido en uno de ellos en aquel preciso instante.
Julia Espín ya no vestía el traje blanco que había llevado durante la representación, sino que éste había sido sustituido por un vestido diario de color azul marino, menos impresionante que el usado en el recital pero igualmente fino, elegante y con un buen trabajo de modista detrás, pues la manga francesa y las puntillas de seda blanca permanecían. Sin embargo, su cabello seguía bajando en suaves rizos castaños hasta llegar prácticamente a la cintura: era normal que en esa época las mujeres llevaran el pelo recogido, pero la muchacha no debía de haber tiempo ni ganas de hacerlo. El color azul que vestía resaltaba aún más su piel blanca y sus ojos claros.
Finalmente la joven alzó de nuevo la mirada y ésta se dirigió a Gustavo Bécquer:
- No la he visto al pasar, usted perdone... - dijo éste a modo de disculpa.
- Dígame, por favor, ¿la joven del retrato soy yo? - quiso saber ella, mostrando con cuidado el dibujo: ningún miembro de la patrulla habría podido negar que la muchacha retratada era, efectivamente, Julia Espín.
Tras una pausa breve, pero que a los presentes les resultó eterna, el poeta asintió con cautela, desconocedor de la reacción que iba a tener la joven. Para su sorpresa, ésta esbozó una sonrisa radiante y volvió a prestar atención a la cuartilla.
- Soy yo... - afirmó la muchacha sorprendida y también halagada, dedicando unos instantes más a contemplar su retrato. - Es hermoso, ¿planeaba usted mostrármelo alguna vez?
Al ver la alegría de Julia, Bécquer pareció ganar confianza en sí mismo y caminó los pocos pasos que lo separaban de ella, dejando a su hermano y a la patrulla del Ministerio atrás como meros espectadores, situándose a su lado y observando también el dibujo que recordaba haber realizado en la última zarzuela que representaron en el hogar Espín.
- Tengo algunos más, pensaba obsequiárselos en su próximo cumpleaños – afirmó el poeta, mientras la mirada maravillada de Julia seguía en aquel dibujo inesperado. - Pero algunos de ellos son aún sólo bocetos, me temo
La joven negó con la cabeza, dando a entender que no le importaba, y dejó de observar el retrato para alzar su mirada azul hacia su autor, con cuyos ojos castaños se encontró al momento, creando un instante de plácida intimidad. Pasados unos momentos, Julia Espín inclinó la cabeza con gracia a un lado, sin dejar de observar el rostro del escritor:
- Nunca nos han presentado, ¿no es cierto?- preguntó finalmente la joven.
Bécquer, que parecía no creerse la suerte que había tenido, negó con la cabeza tras dejar escapar una breve risa.
- Me temo que no he tenido el honor...
La muchacha sonrió y le tendió la mano:
- Soy Julia Espín y Pérez de Collbrand, un placer hablar con usted...
El poeta se inclinó para besar la mano que le tendía la cantante.
- Gustavo Adolfo Bécquer, encantado de conocerla...
Mientras esta escena tenía lugar, tanto Valeriano Bécquer como la patrulla del ministerio no perdían detalle de lo que sucedía manteniendo una distancia prudente para no interferir en la conversación de los dos jóvenes. El pintor había observado toda la escena con cierta incredulidad, pero finalmente se le veía contento de que Gustavo y Julia hubieran entablado conversación; los funcionarios del ministerio, por su lado, no dejaban de intercambiar miradas significativas entre ellos: si cuando habían llegado al hogar Espín no estaban del todo seguros de que poeta y musa no tuvieran ya relación, ahora podían estar más que seguros de ellos. El incómodo silencio que se había creado entre ellos sólo fue roto cuando, de forma únicamente audible para Alonso y Amelia, Julián Martínez dejó escapar en apenas un murmullo:
- Mierda...

Chapter 4: Hoy la he visto y me ha mirado

Después de aquel pequeño encuentro entre el escritor y la cantante, los hermanos Bécquer y la patrulla enviada por el Ministerio del Tiempo se despidieron antes de encaminarse hacia sus respectivos hogares, no sin antes prometer que volverían a verse al día siguiente para continuar la conversación iniciada en el hogar de los Espín. Julián, junto a Amelia y Alonso, vio a Gustavo y Valeriano alejarse paseando calle abajo mientras el cielo madrileño se iba tornando más oscuro poco a poco sobre ellos.
- Será mejor que nos apresuremos también nosotros a volver a la morada de doña María Luisa – habló Alonso, rompiendo el silencio que se había creado entre los compañeros.
- Sí, supongo que será lo mejor – suspiró Amelia.
Por suerte, la casa no estaba lejos y no tardaron en verse amparados por los muros de la vivienda provisional asignada para la misión, entre los cuales no tendrían ningún problema para intercambiar impresiones sobre aquella primera jornada en Madrid de 1858 sin temer escuchas ajenas. Aún no era excesivamente tarde, así que se reunieron una vez más en el pequeño salón para evaluar la situación.
- Bueno... - dijo Amelia, tomando asiento junto a Alonso en un pequeño sofá situado enfrente de un sillón donde Julián mantenía el mentón apoyado en un puño, como si reflexionara profundamente. - Decidme lo que os pasa por la cabeza, no es normal en vosotros tanto silencio...
El enfermero dejó escapar un suspiro de cansancio y murmuró:
- Tenía la esperanza de que fuera únicamente una especie de amor platónico, hubiera hecho que todo fuera mucho más fácil...
- Bueno, de momento lo sigue siendo – afirmó la universitaria, llamando la atención de sus amigos. - Que se hayan conocido y presentado mutuamente no significa nada, os lo puedo asegurar: mi madre ya me ha organizado presentaciones con prácticamente todos los hijos de sus amigas sin obtener éxito ninguno.
Julián dejó escapar una pequeña risa al recordar la tozudez de Amelia con respecto a las pretensiones casamenteras de su madre. Aunque luego recordó que era eso lo que les había llevado a fingir ese compromiso de matrimonio en el hogar de los Folch y lo que, eventualmente, había llevado a aquella dichosa fotografía en la que ambos parecían recién casados. Aquel recuerdo bastó para borrarle la sonrisa de la cara, aunque por suerte no pudo entregarse de nuevo a la angustia gracias a la intervención de Alonso.
- Desde luego tiene mérito que ese Gustavo Bécquer pretenda a esa muchacha de voz tan... - el soldado cabeceó ligeramente, aún sin poder entender la afición que tenía la gente de esa época por la ópera: si se concentraba, todavía notaba el timbre de voz de Julia Espín torturando a su tímpano cual pájaro carpintero. - Hay que tener valor para estar dispuesto a escuchar eso durante el resto de tu vida...
- Alonso, ése no es el quid de la cuestión – señaló Amelia, a partes iguales de regañina y llamada de atención. - El problema que nos ha traído aquí es que, según nos dijo Salvador, van a casarse el año que viene y se supone que eso nunca ocurrió: a ambos les espera una familia con otras personas y, en el caso de Gustavo, un legado literario que dejar a las generaciones futuras
El enfermero asintió con la cabeza a las palabras de Amelia y se inclinó hacia sus amigos, apoyando los codos sobre las rodillas.
- ¿Y qué proponéis que hagamos? Porque lo de encerrarle en el armario lo dije de coña, pero no quiero tener que verme en la situación de hacerlo...
- Nadie va a encerrar a nadie en un armario, Julián – contestó la muchacha, mientras estudiaba las opciones que tenían. - Tenemos que trabajar con lo que sabemos y lo que hemos podido averiguar es que, hasta hoy, Gustavo y Julia nunca habían hablado...
- Podemos asumir que quizás se sentía en cierto modo intimidado ante la idea de conocer a la dama – aventuró Alonso. - No es la primera vez que Valeriano y él acudían a esa morada... También creo recordar que Gustavo mencionó a Julia que tenía otros retratos de ella, pero que esperaba poder dárselos como regalo en su próximo cumpleaños...
- Vamos, que está que se muere por sus huesos, eso lo tenemos claro... - afirmó el enfermero, recostándose contra el respaldo del sillón, empezando a sentirse algo cansado. - Pero hasta hoy ella ni siquiera sabía quién era...
Amelia asintió y compartió una mirada con sus compañeros.
- Es mejor que veamos cómo se van desarrollando los acontecimientos antes de hacer nada, es un asunto delicado – murmuró la universitaria, pasándose con cuidado la mano por la frente. - Creo que jamás hemos tenido que afrontar una misión en la que debamos proceder con más tacto que ésta...
Tanto Alonso como Julián asintieron al momento: evitar guerras era una cosa e intervenir en la vida privada de una persona de una forma como aquella era otra muy distinta. Con lo primero estaban seguros de hacer lo correcto y de evitar males mayores, y, en este caso, aunque en parte sabían que estaban reconduciendo tanto a Gustavo como a Julia a la felicidad que posteriormente hallaron con otras personas, sentían que debían actuar con tacto y sumo cuidado con el fin de impedir que tanto ella como él salieran perjudicados a nivel emocional.
Por su parte, Alonso aún se moría de ganas de poder establecer una conversación más continuada tanto con Valeriano como con Gustavo Adolfo Bécquer. Le pasaba en muchas misiones, temía que su modo de hablar despertara extrañeza en las personas con las que hablaba – extrañeza, no sospechas, porque nadie podría siquiera imaginarse que estaban conversando con un soldado de los Tercios de Flandes nacido en el siglo XVI -, pero realmente quería conocer a esos dos hermanos y saber más de la Sevilla en la que ambos habían nacido y crecido, una Sevilla que para él era una completa desconocida.
Finalmente, Amelia se encogió de hombros y se incorporó de su asiento.
- Creo que voy a acostarme ya y vosotros no deberíais tardar mucho más – aconsejó la joven, mirando a sus compañeros de patrulla. - Nos espera un largo día mañana y hemos prometido encontrarnos con los hermanos Bécquer
- Sí – dijo Julián, intentando contener un bostezo sin demasiado éxito. - Yo también me voy a la cama: viajar en el tiempo siempre me deja hecho polvo...
Alonso permaneció donde estaba unos instantes más, como perdido en sus propios pensamientos, antes de levantarse también y dedicar su ya característica inclinación de cabeza a Julián y Amelia.
- También yo me retiro a mis aposentos – dijo el soldado, caminando hacia el umbral de la puerta del salón. - Os deseo buenas noches...
- No puedes dejar de darle vueltas a la cabeza, ¿verdad? - habló el enfermero, llamando la atención de Alonso y haciendo que éste se girara hacia él.
- ¿A qué os referís?
- Sevilla – contestó Julián, dedicando una mirada comprensiva a su amigo. - No debe de ser fácil hablar con unos paisanos que nacieron tres siglos después de tí...
Inicialmente, Alonso de Entrerríos no hablaba de sus sentimientos: no creía que fuera algo relevante para el cumplimiento óptimo de la misión que les habían encomendado. Él era un soldado, y de los mejores, su obligación era limitarse a cumplir con su deber. Pero desde que trabajaba para el Ministerio del Tiempo, las cosas habían cambiado: Julián y Amelia se habían convertido en su familia, ellos eran lo único que permanecía en medio de todo un caos de épocas y situaciones distintas. Sentía que podía contar con ellos y del mismo modo él procuraba estar ahí siempre que le necesitaban.
Tras unos pequeños momentos de duda, el soldado se decidió a hablar:
- Es extraño para mí... - murmuró Alonso, con la mirada baja: no tanto en señal de melancolía como de reflexión interior, de decir con palabras lo que había estado rondando por su cabeza desde que se enteró del lugar de nacimiento de Gustavo Adolfo Bécquer. - Esos muchachos han nacido y crecido en la tierra que un día yo consideré mi hogar, por muy lejos que mis obligaciones para con la corona pudieran llevarme... Y, sin embargo, estoy seguro de que la Sevilla que ellos aman y la que yo amé hace más de trescientos años son muy distintas
Amelia avanzó hasta Alonso y apoyó su mano en el hombro del soldado, infundiéndole ánimo a la vez que le dedicaba una triste sonrisa.
- Te entiendo, Alonso, para mí tampoco fue fácil visitar mi barrio en la época de la post-guerra... Piensa al menos que no es en Sevilla donde estamos ahora: el choque sería mucho mayor...
- ¿De veras lo créeis? - preguntó el soldado, más para sí mismo que para Amelia. - Lo que tus ojos ven, te guste o no, es una realidad; por otro lado, lo que la mente imagina da lugar a un sinfín de posibles escenarios que no me dejan descanso alguno...
- Procura no darle vueltas a la cabeza, compañero – dijo Julián, yendo a su encuentro también. - Ya has superado esto otras veces, hemos viajado a tiempos mucho más lejanos de tu siglo natal, por así decirlo, y siempre has sido tú el que se ha mantenido centrado en la misión pese a todas las cosas posteriores a tu época que no te gustan... Que los hermanos Bécquer sean sevillanos es lo que ha abierto la caja de Pandora, pero piensa que no es más que una misión como otra cualquiera...
Alonso asintió, aunque seguía sin parecer demasiado convencido. Finalmente, como si él mismo quisiera librar a su mente de todas esas conjeturas, sacudió la cabeza y volvió a dedicar una breve inclinación de cabeza a sus compañeros.
- Mañana será otro día... Hasta mañana si Dios así lo quiere
- Hasta mañana, Alonso – contestó Amelia.
Julián se limitó a dedicarle un leve gesto con la cabeza a modo de despedida mientras su compañero se daba la vuelta y desaparecía por el largo pasillo que unía el resto de las habitaciones de la casa.
- Joder con Alonso – murmuró el enfermero. - Pues esperemos que a Dios le apetezca que veamos la luz del día mañana...
- Lo importante es volver a la rutina de trabajo en el Ministerio – le contestó Amelia, ignorando el comentario de Julián: también ella parecía cansada después de ese primer día de misión. - Estoy de acuerdo con Alonso: mañana veremos las cosas de otra manera y todo volverá a la normalidad
Por su trabajo, Julián sabía que establecer una rutina ayudaba mucho y la prueba era el éxito que los tres habían cosechado en sus primeras misiones sin ni siquiera tener un plan propiamente dicho. Para orgullo de Salvador, habían hecho de la improvisación un arte cuando no tenían órdenes directas del Ministerio, y eso es lo que harían en este caso también. Amelia deseó las buenas noches a Julián y también dirigió sus pasos hacia su propia alcoba. El enfermero suspiró y echó un vistazo al cielo nocturno a través de la ventana: la luna brillaba blanca y completa, velando por el sueño de los madrileños.
Recordó entonces, en lo que interpretó como una especie de dejavu, que, en lo poco que había alcanzado a leer del libro que había traído consigo, Gustavo Adolfo Bécquer afirmaba que el amor era un rayo de luna.
Así, Julián no pudo evitar preguntarse si acaso el poeta se refería al fugaz encuentro con su adorada Julia ese mismo día, inspirado por aquella misma blanca y fantasmal luna.


Jamás había visto un día tan bonito en Madrid como ése.
La capital española había amanecido mostrando un cielo despejado de nubes en el que el sol brillaba con delicadeza, sin molestar a los viandantes con excesivo calor. La ausencia de coches también hacía que el aire fuera más puro, algo de lo que Julián no se había percatado hasta esa misma mañana. Él había nacido y crecido en Madrid y estaba acostumbrado al tráfico imposible, a los embotellamientos, a los guiris para arriba y para abajo todo el día... El Madrid que veía a su alrededor no le era tan extraño como para dejar de resultarle enormemente familiar, pero sí parecía más sano: como si fuera una ciudad más simple y sencilla de lo que en realidad era.
La patrulla paseaba apaciblemente por la calle de camino al lugar donde habían quedado en verse con los hermanos Bécquer. Amelia había tomado el brazo de Alonso, quien parecía aún perdido en sus propios pensamientos, y Julián caminaba observando las viviendas que adornaban las calles. La mayoría de ellas tenían un aspecto señorial, con puertas dobles y balcones llenos de enredaderas y pequeñas flores meticulosamente cuidados. Al parecer, a la funcionaria María Luisa le iba muy bien con la mercería y no necesitaba averiguar que los Espín también eran una familia de posibles, como diría su abuelo.
Por su parte, Amelia respiró hondo y observó con curiosidad las calles por las que iban pasando. De acuerdo, había visitado Madrid en distintas etapas, pero nunca en una tan cercana a la suya: sus padres nunca habían logrado ponerse de acuerdo a la hora de organizar un viaje a la capital, aunque sí habían visitado Francia en más de una ocasión. Resultaba alentador encontrarse en un tiempo tan cercano al suyo propio, le hacía sentirse a salvo después de todos los problemas que habían afrontado.
E incluso los problemas que habían estado tratando la noche anterior parecían haberse difuminado una vez llegado el sueño. Únicamente Alonso parecía aún demasiado callado, pero gracias al cielo, Julián parecía mucho más animado, como si verdaderamente estuviera disfrutando de aquella visita a su ciudad en el siglo XIX. La universitaria tenía la misma sensación de emoción que en las primeras misiones: los tres viviendo extraordinarias aventuras a través del tiempo, afrontando nuevos retos y conociendo a personajes ilustres con cuya amistad sólo había alcanzado a soñar.
Parecía que todo volvía poco a poco a ser lo que era y ojalá que no se tratara sólo de una impresión pasajera.
Tras un breve paseo en el que tanto Julián como Alonso fueron familiarizándose con el entorno del siglo XIX, los tres compañeros llegaron hasta las magníficas y altas rejas negras que rodeaban el recinto del Parque del Retiro de Madrid. Las amplias puertas, hechas del mismo material enverjado que protegía el lugar, ya estaban abiertas de par en par y podía verse cómo los ciudadanos ya habían comenzado a dar sus paseos matutinos bajo el amparo de los árboles. Al encontrarse frente a él, el rostro de Julián se iluminó con una sonrisa y dejó escapar una risa de estupefacción:
- Mira que sé que este sitio tiene años, pero aún así flipé un poco cuando nos propusieron el sitio... - el enfermero ya había atrevesado las puertas por su cuenta y miraba a su alrededor admirando la belleza y la quietud del lugar: dentro de sí sentía una sensación a la que no lograba poner nombre, parecida a la que uno experimenta cuando se vuelve a encontrar con un viejo amigo después de mucho tiempo sin verse. - Si hay algo que he aprendido trabajando para el ministerio es que hay cosas que nunca cambian, pero esto...
Amelia y Alonso se situaron junto a Julián bajo la sombra de los árboles y el gorjeo animado de los pájaros. Junto a ellos paseaban caballeros bien trajeados que parecían esforzarse por mostrar un porte distinguido, manteniendo la espalda recta y la barbilla lo más alta posible. El aire relajado de Julián girando sobre sí mismo para observar mejor todo lo que le rodeaba, con las manos metidas en los bolsillos, suponía un contraste que hizo sonreír con cariño a Amelia: le alegraba verle así de animado.
- Algunos cambios sí han habido: estamos en el año 1858, aún faltan diez años más para que los jardines sean abiertos en su totalidad a todos los ciudadanos. – habló Amelia. - Hasta ahora, los reyes han ido abriendo poco a poco algunas zonas para el disfrute del pueblo, pero siguen reservando para ellos el uso privado de otras muchas
- Pasear por los jardines de un rey como Pedro por su casa... - murmuró Alonso, observando el lugar y a sus viandantes con cierto recelo, como hacía siempre que algo no le convencía. - En mi época poder disfrutar de tal honor de forma cotidiana era algo imposible de pensar: cómo cambia todo...
- Algunas veces para mejor, aunque te cueste creerlo, Alonso – contestó Julián a su amigo, sin dejar de observar cada árbol y cada pájaro que cruzaba volando de una rama a otra. - Aunque hayan habido cambios, puedo firmar donde queráis que se conserva muy bien: es el Jordi Hurtado de los parques
La universitaria sonrió y miró por encima de su hombro, hacia la calle por la que habían llegado: habían procurado ser puntuales para no perder la oportunidad de volver a ver a los hermanos Bécquer, pero parecía que se retrasaban. Ya había comenzado a preguntarse si debía comentar algo al respecto a sus compañeros cuando vio a uno de ellos doblar la esquina, caminando hacia el parque. Amelia tuvo cierta dificultad para discernir cuál de los dos era, pero conforme iba estando más cerca pudo comprobar que se trataba de Valeriano: aunque ambos eran parecidos, Gustavo era algo más alto y delgado que su hermano mayor.
- ¿No viene Gus-Gus? - inquirió Julián, poniéndose a la altura de Alonso y Amelia.
- Parece que no... - murmuró Amelia en voz baja, pasando por alto la extraña forma en que el enfermero se había referido al escritor: con el paso del tiempo y el trato que habían tenido se había acostumbrado a que Julián siempre hiciera alguna referencia accidental a cosas que ni ella ni Alonso conocían.
Finalmente, Valeriano Bécquer reparó en ellos y les saludó con una mano mientras en la otra portaba su inseparable cuaderno de bocetos: extraño sería que un artista no aprovechara una visita al parque del Retiro para buscar inspiración. Julián le devolvió el saludo y poco después, el sevillano llegó al encuentro de la patrulla ministerial.
- ¡Amigos míos! - exclamó el pintor alegremente. - Es maravilloso volver a verles y más aún en un día tan apacible como éste: mala suerte hubiéramos tenido si esta mañana hubiera amanecido fea y nublosa, pero...
Valeriano observó el parque como hace unos minutos lo había hecho Julián: mostrándose feliz simplemente de poder estar en un entorno tan hermoso. Aún no conocían mucho la obra del mayor de los Bécquer más allá del retrato que le hizo a su hermano, pero estaban seguros de que el Retiro era un lugar aún más especial para cualquier artista.
- Pero hemos tenido suerte y el tiempo sigue siendo clemente con los madrileños. Esta ciudad es tan distinta a Sevilla, allí nunca nos abandona el sol. – terminó de afirmar Valeriano, volviendo a dirigir su mirada a la patrulla. - Mucho me temo que ni siquiera en la sombra...
Julián tenía razón, estaba visto que había cosas que nunca cambiarían, pensó Alonso. La Sevilla que recordaba y guardaba en su corazón también era de clima muy cálido, donde el sol brillaba con toda su fuerza irradiando su luz y calor sobre los paseantes que iban de aquí a allá tratando de protegerse de sus rayos como buenamente podían, especialmente – y como no podría ser de otro modo – durante los meses de verano.
- ¿Su hermano no ha podido venir? - preguntó finalmente Alonso, dejando sus elucubraciones a un lado: a la vista estaba que Gustavo Adolfo Bécquer no estaba allí, pero quizás había tenido algún compromiso que atender esa mañana y se reuniría con ellos más tarde.
El pintor esbozó una ligera sonrisa.
- Quizás se retrase un poco, pero vengan conmigo y les explicaré todo más tranquilamente: él y yo solemos venir mucho por aquí y sabrá dónde encontrarnos...
Valeriano Bécquer hizo un gesto con la mano instando a que sus nuevos amigos le acompañaran durante el paseo a través de los jardines: Julián se situó a su izquierda, mientras que Amelia y Alonso caminaban a su derecha, mezclándose con los otros viandantes que visitaban el Retiro.
- ¿Ha ocurrido algo? - se interesó Amelia, que caminaba aún tomando el brazo de Alonso.
- No, no se preocupe, señorita Folch – respondió el hombre al momento negando con la cabeza. - He dejado a mi hermano tal y como le he encontrado esta mañana: dormido en un sillón, aún vestido con la ropa de calle y con un lado de la cabeza apoyado en un puño. - Valeriano esbozó una sonrisa ante el recuerdo y negó con la cabeza. - A fe mía que no ha pegado ojo esta noche, ni en mil años esperaba entablar conversación con la señorita Espín el día de ayer...
Julián sonrió a las palabras del pintor: le gustaba la gente con buen humor y, aunque aún apenas conocía a Valeriano Bécquer, algo dentro de él le decía que si hubieran nacido en el mismo barrio – y algo más cercanos en el tiempo, claro estaba – hubieran sido buenos amigos. Esperaba que pudieran serlo ahora durante el periodo que durara la misión. El enfermero pudo ver que Amelia también sonreía afablemente e incluso Alonso parecía más relajado.
- Bueno, quizás esa sorpresa haya dado sus frutos de algún modo - apuntó la universitaria, llamando la atención del pintor. - Teniendo su hermano tanta afición por la escritura, no sería extraño que las musas hubieran acudido a hacerle una visita y le hubieran mantenido despierto hasta tarde
Valeriano rió y negó con la cabeza.
- Conoce usted bien el modo de vida del artista, señorita Folch – asintió el hombre, para después encogerse de hombros y negar con la cabeza. - Pero me temo que Gustavo no responde a esas reglas exactas
- ¿A qué se refiere? - se interesó Alonso.
- Verán ustedes – comenzó a explicar Valeriano, compartiendo su mirada entre los tres miembros de la patrulla. - Cuando siento una gran alegría o una gran tristeza, para mí ése es el momento idóneo para ponerme a pintar: el alma de uno se inunda y las pinceladas parecen surgir de otra manera, casi como si fuera cosa de brujería o de las musas que la señorita bien menciona... Pero mi hermano siempre me ha dicho que él, cuando siente, no escribe: insiste en esperar a tener sus sentimientos en orden antes de ponerse frente a la hoja en blanco
- Entonces... - dijo el enfermero, instando a que siguiera hablando.
- Entonces mucho me temo que la aurora le alcanzó antes de que pudiera escribir una sola sílaba – habló animadamente el pintor, reprimiendo una risa a duras penas. - Recuerdo que anoche, estando yo ya acostado, le oí caminando de un lado a otro de la habitación hasta que me dormí: toda la noche para arriba, toda la noche para abajo... Es un milagro que nuestra patrona no me llamara la atención esta mañana, pues ella vive en el piso de abajo y con seguridad debió escucharle
Los miembros de la patrulla no pudieron sino reír brevemente al comentario de Valeriano, quien se encontraba ahora observando de nuevo el ir y venir de los paseantes del Retiro. Había parejas paseando juntas, las damas con el brazo apoyado en los caballeros, niños correteando mientras jugaban y algunos jóvenes de edad similar a los hermanos Bécquer simplemente charlaban sentados sobre la hierba bajo la sombra protectora de los árboles.
- Miren, amigos míos – dijo Valeriano, señalando un árbol cercano que también ofrecía sombra. - No pocas veces hemos venido Gustavo y yo a pasar la tarde y merendar bajo la sombra de este viejo amigo: él con sus letras y yo con mis dibujos... Podemos esperarle aquí si no tienen ustedes inconveniente...
Al momento su mirada se detuvo en Amelia y, pasados unos pocos instantes, negó con la cabeza.
- Aunque no había pensado en la señorita: debería haber sido más previsor y haber traído un viejo mantel para cubrir el césped...
- No importa – se apresuró a responder la universitaria. - A estas horas tan tempranas tan sólo hay un leve rocío y eso no estropea ningún vestido
- Aún así – dijo Julián a la vez que se quitaba la chaqueta de su traje, dejando al descubierto el chaleco y la camisa blanca que llevaba debajo, y tendiéndola sobre el césped. - Más vale prevenir que curar, señorita Folch
Amelia dedicó una cálida sonrisa a Julián que no pasó inadvertida para Valeriano Bécquer.
- Si no es indiscreción, ¿están ustedes casados? - se interesó el pintor, a la vez que tomaba asiento sobre el césped apoyando la espalda en el rugoso tronco del árbol: la luz que se colaba entre las hojas del mismo dibujaba sobre su rostro sombras extrañas.
- ¿Tanto se nota? - bromeó Julián sentándose también sobre el césped, no sin antes ayudar a su amiga a hacer lo propio: habían mantenido la misma historia en tantas misiones para ahorrarse dar explicaciones que casi le salió natural.
Teniendo en cuenta todo el embrollo que se había formado con las fotos selladas supuestamente por el Ministerio y que aportaban información sorprendente sobre el futuro de ambos, Amelia agradeció una vez más que las aguas hubieran vuelto a su cauce hasta el punto de que Julián se permitiera bromear sobre el asunto. Realmente el tener una rutina y un trabajo que llevar a cabo le hacía surgir del pozo en el que se había sumido tras presenciar el accidente que le costó la vida a Maite. En el fondo, la universitaria sabía que si Julián podía volver al pretexto de su supuesto matrimonio con ella es porque el enfermero seguía pensando que ese futuro era del todo imposible: aún dedicaba cada rincón de su corazón a Maite.
Pero él no había visto la foto del bebé...
Valeriano rió, dejando el cuaderno que portaba consigo a un lado. Alonso, que también había tomado asiento sobre el césped sin problema alguno – después de todo, siendo soldado había tenido que sentar en sitios muchos más sucios y peores en todos los sentidos -, inclinó la cabeza a un lado para poder contemplar mejor la portada del mismo: era sencilla, de un solo color y estaba firmada por el pintor. Se preguntó si aún habría en ese ajado cuaderno alguna imagen de su querida Sevilla y, si la había, ¿le resultaría familiar? Sabía que ésa era una espina clavada que le iba a costar ignorar mientras durara la misión con sus paisanos, los Bécquer.
- Incluso un hombre ciego podría verlo: la trata usted con mucha consideración y afecto – afirmó de forma rotunda el pintor, ignorante de la relación puramente amistosa que existía entre Julián y Amelia, al menos por parte de él. - Eso está bien, como debe ser... Son ustedes afortunados
- Y, dígame, ¿es usted afortunado también? - preguntó Julián a modo de broma.
- No, en absoluto: mucho me temo que aún no soy tan afortunado – contestó Valeriano de buen humor, poniendo especial énfasis en la penúltima palabra. - Aunque con estas cosas nunca se sabe, parecen que surgen cuando uno menos las busca...
- ¿Sucedió así para su hermano menor? - se interesó Amelia: si su madre estuviera delante, la hubiera tachado de indiscreta y chismosa, incluso ella misma se sentía un poco así, pero tenían que obtener más información de la que disponían en esos momentos.
El pintor pareció perderse por un momento en sus propios pensamientos, recostándose de nuevo contra el tronco del árbol y dirigiendo su mirada a las hojas que danzaban suavemente al compás de la brisa de la mañana, proyectando sombras caprichosas sobre su rostro. Pasados unos instantes, Valeriano Bécquer respiró hondo y murmuró:
- Gustavo me mataría si supiera lo que les voy a decir... Pero he de reconocer que está perdido desde el preciso instante en que vio por primera vez a Julia Espín
La patrulla compartió una mirada de circunstancias que el dibujante no percibió, aún inmerso en sus propios recuerdos.
- Vaya por Dios, ¿tan fuerte le ha dado? - bromeó Julián, a la vez que jugueteaba con las briznas del césped más cercano a su mano.
Valeriano esbozó una sonrisa de picardía y miró al enfermero a la vez que se encogía de hombros, haciendo como que él no sabía demasiado del asunto. Pero desde luego que debía de saberlo. En el poco tiempo que les conocían, los funcionarios del ministerio se habían percatado de lo unidos que estaban los dos hermanos: no parecía existir secreto alguno entre ellos, tenían tanto carácter como edad similar y sentían pasión por las mismas cosas. En aquellos momentos, el pintor lo único que estaba haciendo era guardar la privacidad de su hermano menor.
- Sólo diré que para él, Julia es la encarnación de la Ofelia de Hamlet, música de ángeles y la luz del sol... Todo en una sola mujer – dijo finalmente.
No parecía que el joven Valeriano fuera a añadir nada más, pero Julián advirtió que su mirada pasó a centrarse en algo que debía de estar por encima de su hombro. Antes de que el enfermero pudiera girarse para ver de qué se trataba, el pintor dio una leve palmada y extendió las manos como si se tratara del señor Espín presentando un nuevo espectáculo.
- ¡Hablando del rey de Roma! - exclamó con una sonrisa de oreja a oreja.
Amelia y Alonso también habían comenzado a girarse cuando Gustavo Adolfo Bécquer llegó al lugar donde se encontraban después de lo que parecía una carrera no precisamente corta: daba la sensación de que se había dado toda la prisa que había podido en acudir a la cita, recorriendo a zancadas las calles de Madrid. Valeriano aún estaba saludándole cuando el escritor dejó caer el cuaderno que ya había llevado consigo al hogar de los Espín y se apoyó en el tronco del árbol, tratando de recuperar el aliento. Aunque vestía el mismo estilo de traje que en el día anterior, el que llevaba en aquellos momentos parecía más gastado y, si uno se fijaba con atención, descubriría algún que otro remiendo en el mismo.
- Gracias por avisarme de que venías para acá, Valeriano – comentó Gustavo con ironía, aún con la respiración algo agitada. - ¿Intentando parecer el puntual de los dos sirviéndote de malas artes?
- No soy yo quien te influye con malas artes, Gustavo – respondió agudamente el pintor casi al instante. - Ni tampoco el causante de tu insomnio...
- No pasa nada, hombre – habló Julián. - Aquí lo de "quien fue a Sevilla, perdió su silla" no se aplica...
- Por falta de sillas, más que nada – contestó Alonso, más para sí mismo que ninguno de los presentes: aunque entendía las razones por las que el poeta se había retrasado, también entendía la puntualidad como una de las virtudes que más había cultivar. Aún recordaba perfectamente el día en que Salvador Martí se había quejado de que el mal español no era la sífilis, sino la impuntualidad: otra amarga sorpresa que le había regalado la España del siglo XXI.
Gustavo Adolfo Bécquer se separó finalmente del árbol, apartándose de la frente unos bucles castaños y dedicó un breve saludo a la patrulla del ministerio, quienes le devolvieron una sonrisa afable al momento.
- No se dejen ustedes embaucar por Valeriano... - comenzó a decir el escritor, mientras no dejaba de señalar a su hermano con el dedo índice, casi como lo haría un maestro de escuela reprendiendo el mal comportamiento de un alumno rebelde. - No serían los primeros en...
Esperaron a saber en qué no eran los primeros, pero la respuesta no llegó. Al principio pensaron que Gustavo se había quedado con la mente en blanco y no acertaba a continuar con su discurso, pero el cambio de expresión en su rostro y una respiración que más bien parecía un resuello fue lo que hizo saltar la alarma. La sonrisa se esfumó al instante del rostro de Valeriano, quien se apresuró a ponerse en pie y sostener a su hermano por el codo, aunque no parecía que éste fuera a desvanecerse. Tantos años ejerciendo como enfermero también alertaron a Julián, quien se puso en pie a su vez bajo la mirada estupefacta y confusa de Amelia y Alonso: el poeta se había llevado la mano al pecho e incluso su rostro parecía haber perdido algo de color.


- Siéntate – ordenó Julián, olvidándose del trato de usted: había muchos a los que este tipo de situaciones les paralizaban de puro terror, pero a él le hacían despertar. - Apóyate en el árbol e inspira profundamente: retén el aire durante siete segundos antes de dejarlo ir...
- ¿Es usted médico? - preguntó Valeriano, girándose hacia el enfermero sin poder esconder su sorpresa y su alivio al mismo tiempo.
- Haga lo que le digo, por favor – insistió Julián, ayudando al poeta a apoyarse nuevamente contra el árbol hasta quedar sentado a los pies del mismo.
- ¿Pido ayuda? - se acercó Amelia, asustada. - ¿Necesita un vaso de agua o...?
El enfermero chistó, mandando callar a su compañera para poder escuchar el sonido de la respiración del escritor con claridad. También Alonso se había alertado, poniéndose en pie de inmediato, aunque confiaba en Julián para solucionar para la situación: después de todo, él era un soldado y sus conocimientos de medicina se detenían en el archiconocido torniquete para contener una hemorragia y poco más. A todo esto, Gustavo Adolfo Bécquer hacía por quitar importancia a la situación.
- Estoy bien – insistía el poeta, queriendo despejar todo el ambiente de preocupación que se había formado en cuestión de segundos en torno a él. - Ha sido sólo un pinchazo; por la carrera, seguramente...
- ¡Sólo a tí se te ocurre! - le recriminó su hermano mayor. - Siempre con prisas a todos lados...
- Estoy bien, Valeriano – repitió Gustavo, poniendo la mano en el hombro de éste: si bien, el color iba volviendo poco a poco a su rostro, su respiración aún parecía levemente afectada. - Reserva tus energías y sermones para los domingos...
- ¿Seguro que se encuentra bien? - se interesó Alonso.
El poeta iba a responder al momento, pero Julián le puso la mano sobre el pecho y le recordó los ejercicios respiratorios que le había mentado anteriormente: inspirar profundamente, retener el aire en los pulmones durante siete segundos y dejarlo ir. Valeriano le dio unas ligeras palmadas en el hombro a su hermano, a modo de disculpa y esperó el diagnóstico del enfermero.
Pero Julián, en un momento de claridad, recordó algo más sobre Bécquer de lo que había dado en el instituto muchos años atrás: algo que el propio poeta debía conocer a esas alturas y, si no lo sabía, no iba a ser él quien le diera la mala noticia en ese preciso instante. Reconoció dentro de sí el mismo sentimiento de rabia que sentía cuando recordaba que, hicieran lo que hicieran, no podían cambiar el destino de una persona: ni podía decir a Federico García Lorca que nunca volviera a Granada, ni podía tratar al joven sevillano que tenía ante sí con medicinas que no serían descubiertas hasta casi un siglo después. Recordó las palabras de Amelia en la cafetería del ministerio: todos tenemos que morir. Y contra eso, ninguno de ellos podía hacer nada.
Pasados unos instantes, Julián asintió para sí antes de incorporarse y tender una mano a Gustavo Adolfo Bécquer para que hiciera lo mismo.
- Prueba superada – afirmó el enfermero, con una sonrisa tranquilizadora en el rostro. - Si no está acostumbrado a hacer ejercicio, es normal que pueda sentir algún que otro pinchazo al pegarse una carrera como ésta...
El escritor tomó la mano que le ofrecía Julián y se puso en pie sin más problema que una pequeña mueca. Era curioso, no pudo evitar pensar el enfermero: de lo que recordaba de él en el instituto, siempre le habían presentado a Bécquer como un hombre profundamente melancólico, solitario, sumido en una tristeza perenne, que dedicaba sus días y sus noches a suspirar de amor por una dama que ni siquiera sabía que existía...
Julián disimuló una sonrisa al pensar que, de buen gusto, volvería a sus días de instituto para rebatir a Don Antonio, su profesor de Lengua Castellana y Literatura, cada una de sus teorías al respecto de la figura del escritor, pues hasta ese momento no había visto ninguno de esos rasgos en Gustavo Adolfo Bécquer. Sí, puede que estuviera colado hasta las trancas por Julia Espín y que no tuviera la mejor salud del mundo, pero él era el primero en quitar importancia al asunto y volver a entablar una conversación animosa y agradable.
- Es esta dichosa ciudad... - se quejó Gustavo, arreglándose el chaleco del traje y recogiendo el cuaderno que había dejado caer sobre el césped. Observó las tapas con cuidado y apartó unas pequeñas briznas verdes del mismo antes de volverse hacia sus nuevos amigos. - ¿Son ustedes madrileños?
- Yo sí – respondió Julián, dejando de imaginar por un momento la cara de pasmo de su profesor de Lengua al verle llevarle la contraria en medio de una de sus arengas. - Mi esposa es catalana y nuestro amigo...
- Lo recuerdo, usted es paisano nuestro – dijo el poeta haciendo un leve gesto hacia Alonso, a la vez que asentía con la cabeza. - Había olvidado lo magnífico que es encontrar a alguien de tu tierra en medio de una ciudad desconocida... Bueno, realmente no tan desconocida: hace ya cuatro años que dejé Sevilla. Dígame, ¿cómo trata el tiempo a nuestra querida ciudad?
Aunque había llevado a cabo ya suficientes misiones para el Ministerio del Tiempo como para tener cierta desenvoltura tratando con conceptos tan complejos y extraños como lo eran el mismo tiempo y el espacio, Alonso aún tenía un par de asignaturas pendientes, como lo llamaba Julián en sus momentos de reuniones en la cafetería del ministerio: la primera, saber adaptarse al modo de hablar de la época en la que se encontraran – incluso en el siglo XXI, Alonso seguía usando el tratamiento de vos y expresiones como "voto a bríos", "albricias" y demás -; y la segunda, no vacilar al contestar cuando alguien se dirigiera directamente hacia él.
Probablemente su segunda asignatura pendiente era consecuencia de la primera.
- Me temo que cuatro años no son suficientes como para que una ciudad como Sevilla cambie especialmente – contestó Alonso, encogiéndose de hombros, queriendo imitar la naturalidad de Julián, aunque en su interior estaba rezando todo lo que sabía para que en los últimos tiempos un terremoto o una catástrofe de índole similar no hubiera dañado a su tierra patria, dejándole así al descubierto ante sus paisanos. - Continúa bella y luminosa como siempre...
El poeta esbozó una sonrisa melancólica y respiró profundamente.
- Cuatro años y a mí ya me parece un siglo...
En ese momento, Alonso percibió que el veinteñero también compartía con él cierta nostalgia al pensar en la tierra en la que nació, aunque al joven Bécquer sólo cuatro años le separaban de ella; en cambio, para el soldado, Sevilla se había convertido casi en una ensoñación lejana en el tiempo, perdida en las distintas épocas que había visitado, como si la hubiera conocido en otra vida...
- Conozco esa mirada – oyó Alonso decir al poeta, trayendo de nuevo su atención al presente. - No se preocupe, amigo mío, no es un adiós para siempre. Sevilla siempre estará allí para recibirnos con brazos maternales cuando regresemos a casa
La expresión de melancolía había desaparecido del rostro de Gustavo Adolfo Bécquer y en su lugar se reflejaba la más sincera de las esperanzas. Una vez se había acabado de recuperar del susto que le había supuesto el mareo momentáneo de su hermano menor, Valeriano carraspeó y su puso a su lado, dándole un leve toque con el codo:
- Cuando hayamos alcanzado el oro y la gloria, ¿no es cierto, Gustavo? - dijo pasándole animosamente el brazo por los hombros.
El poeta puso los ojos en blanco ante la ocurrencia de Valeriano y negó con la cabeza.
- Deja el oro y la gloria para los antiguos conquistadores, sabes bien que nos conformamos con poder vivir de lo nuestro...
El pintor sonrió y le dio un par de palmadas en la espalda a su hermano menor, quien volvió a dirigirse al resto de la patrulla.
- Me alegra mucho volver a verles, espero no haber interrumpido nada...
Julián se encogió de hombros antes de contestarle.
- Tranquilo, sólo intercambiábamos impresiones sobre el recital de ayer en casa de los Espín...
Ojalá hubiera podido sacar el móvil del bolsillo del traje en ese momento y hacer una foto, porque Gustavo Adolfo Bécquer podía poseer muchas virtudes, pero desde luego no era nada bueno a la hora de esconder sus sentimientos. Ante la leve mención hecha sobre Julia Espín, los ojos se le habían agrandado un poco y una vez más pareció faltarle el aire, aunque por razones muy distintas. El poeta se limitó a asentir y a fulminar a Valeriano con la mirada, quien dejó escapar una breve risa elevando las manos como si pidiera tregua.
- Gustavo, hasta un hombre ciego podría verlo y además aquí acabas de delatarte tú solo: aquí nadie ha hablado de Julia Espín y sin embargo tú ya has pensado directamente en ella. Por algo será...
- No se preocupe – añadió Amelia con amabilidad, al ver el azoramiento del escritor. - Nada de lo que aquí se hable, si es que desea hacerlo, saldrá de ninguno de nosotros, se lo prometo...
El poeta agradeció sus palabras con una sonrisa y miró a su alrededor, viendo cómo la gente iba y venía disfrutando del buen tiempo con el que había amanecido la capital española aquella mañana. Se volvió de nuevo hacia la patrulla y negó con la cabeza, como rindiéndose finalmente.
- Ni en mil años hubiera esperado poder entablar conversación con ella ayer, ni mucho menos que viera uno de sus retratos... Fue todo tan al azar, si no me hubiera detenido a hablar con ustedes, probablemente no habría podido hablar con ella
Alonso intercambió una mirada de circunstancias con Julián y Amelia que los hermanos Bécquer no percibieron: era cuanto menos curioso que era gracias a ellos que Gustavo y Julia se hubiesen presentado formalmente, cuando en teoría estaban allí para sabotear esa relación. Sin embargo, los funcionarios no querían ser drásticos en aquel asunto: aún querían tener algo más de información sobre lo que ocurría y cómo podían llevar a cabo su misión haciendo el menor daño posible a cada una de las partes. Conocían lo que Gustavo Adolfo Bécquer sentía por Julia Espín, pero no lo que sentía ella por él, aunque se la había visto muy halagada al descubrir el retrato que el poeta había hecho de ella.
- En la vida, todo es echarle valor a las cosas, supongo – añadió Julián y posteriormente hizo un gesto señalando a Alonso con la cabeza. - Él lo sabe mejor que nadie, el valor es algo indispensable en un soldado...
Amelia apretó con cuidado el brazo que tenía enlazado con Julián, llamándole la atención: nunca acostumbraban a dar información precisa sobre ellos mismos para evitar preguntas incómodas, pero mucho se temía que aquel dato ya había llamado la atención de Valeriano Bécquer.
- ¿Soldado? - se interesó el pintor, observando a Alonso con más atención, quien no se hallaba muy feliz de ser el punto de mira y dedicaba a Julián una mirada encendida. - Paisano, es usted una caja de sorpresas, ¿acaso combatió en las Guerras Carlistas?
Alonso ya había entrado en estado de alerta, pensando frenéticamente en qué demonios iba a contestar a aquel hombre sobre unas guerras que apenas conocía de oídas. Pero, para bien o para mal teniendo en cuenta el objetivo de la misión por la que estaban allí, fue salvado de responder debido a una voz femenina que a ninguno de los allí presentes les sonaba desconocida. Cuando el soldado alzó la mirada, ya el resto de sus amigos se había girado hacia el lugar de donde provenía la voz y vio que acercándose por el camino junto al que ellos se encontraban estaba Julia Espín.
No estaba sola, paseaba del brazo de una jovencita no mucho menor que ella que debía ser una hermana menor, ambas con vestidos de colores suaves que indicaban que la situación económica de su familia no era ni mucho menos precaria. A diferencia del día anterior, Julia no llevaba el cabello castaño ondulado cayendo hasta sus codos, sino que lo llevaba recogido de modo que unos suaves tirabuzones apenas le rozaran los hombros, mucho más similar al tipo de peinado que llevaban las mujeres de la época, por lo que podía ver a su alrededor. Mientras Julia mantenía una conversación animada con su hermana, riendo ambas bajo el sol madrileño, una mujer que debía rondar los cincuenta años caminaba muy recta tras ellas pero sin participar en la conversación: su presencia allí sólo parecía justificarse para que las dos jóvenes no fueran solas.
A todo esto, Gustavo Adolfo Bécquer parecía haberse quedado sin palabras, como paralizado ante la visión de Julia Espín, quien cada vez se encontraba más cerca de pasar junto a donde ellos estaban. Como si hubiera despertado de un largo trance, el poeta se apresuró a bajar la mirada hacia el traje que llevaba puesto, sacudiendo la tela de los pantalones por si se le había pegado alguna brizna de césped, y observando cuidadosamente que no hubiera ningún desperfecto notable. Al ver los nervios de su hermano, Valeriano le puso la mano en el hombro y le susurró algo que hizo que Gustavo se volviera para darle un pequeño codazo mientras el pintor trataba de contener una risa divertida.
Alonso no miró a Julián y Amelia, pero tampoco le hacía falta para saber que ellos también estaban pendientes de la cercana presencia de Julia Espín. Durante unos preciosos segundos, Alonso pensó que la joven cantante no repararía en ellos y que continuaría su tranquilo paseo por el parque, enfrascada en la conversación con su hermana. Pero fue cuestión de un instante: la muchacha que acompañaba a Julia detuvo su mirada en ellos y no tardó en susurrar al oído de la joven cantante de ópera, quien finalmente volvió sus ojos azules hacia ellos.
Aunque mentiría si dijera que estaba mirándoles a todos, su atención parecía más centrada en Gustavo que en cualquiera de ellos.
Creyó ver cómo la joven contenía en sus labios una sonrisa antes de acudir a su encuentro, aún tomada del brazo de su hermana y seguida por la señora que había fruncido levemente el ceño ante aquel encuentro.
- ¡Qué sorpresa encontrarles aquí! - dijo Julia con una sonrisa, a modo de saludo: con la piel blanca como el nácar, los brillantes ojos azules que parecían iluminados por estrellas, los cuidados tirabuzones castaños que enmarcaban su rostro y la delicada forma de sus labios, Alonso pensó que no era de extrañar que el joven poeta bebiera los vientos por ella. Pero seguía sin poder comprender que su forma de cantar no le hiciera retroceder al momento. - Aunque tampoco es de extrañar, hace un día maravilloso para salir a pasear por este lugar, ¿vienen ustedes a menudo?
- La verdad es que sí – contestó Valeriano, llamando la atención de la joven, quien le miró con curiosidad. - No hay lugar como éste en Madrid...
Julia vaciló ante la respuesta del pintor: después de todo, como recordó la patrulla en ese momento, las presentaciones sólo se habían hecho entre Gustavo y ella. Los demás seguían siendo desconocidos.
- Me sorprende no haberles visto antes por aquí – volvió a hablar la cantante de ópera pasados unos momentos, pero esta vez mirando directamente a Gustavo.
Resultaba extraño, desde luego, que no hubiera reparado en ellos teniendo en cuenta que los hermanos Bécquer no sólo frecuentaban el parque del Retiro, sino también los recitales que se celebraban en el propio hogar Espín. Y, sin embargo, Gustavo Adolfo Bécquer no había existido para ella hasta descubrir uno de los retratos que éste le había hecho. Él, por otra parte, seguía sin hablar y la patrulla contempló con cierta alerta cómo Julia Espín echaba una mirada de arriba a abajo al traje que el joven poeta llevaba puesto de un modo que él no percibió.
- Me temo que el azar tiene un modo extraño de actuar, señorita Espín – dijo finalmente el escritor, haciendo que ella volviera a mirarle el rostro. - La mayor prueba de ello fue la oportunidad que tuvimos de presentarnos ayer
- Muy cierto – contestó ella risueña, centrando de nuevo su atención en su admirador. - Recibir esos hermosos dibujos el día de mi cumpleaños hubiera sido una sorpresa maravillosa, pero tras contemplar uno de ellos ayer sólo pienso que el tiempo hasta ver los otros es una larga espera...
- Entonces intentaré que esa espera sea lo más breve posible – añadió Gustavo Adolfo Bécquer, esta vez dedicándole una leve sonrisa que la joven Espín no tardó en repetir en su rostro.
La señora que acompañaba a las dos jóvenes carraspeó, rompiendo su monacal silencio y también la mirada que el poeta y su musa se sostenían sin parecer muy conscientes de lo que pasara a su alrededor. Julia se giró hacia ella, algo sobresaltada y negó con la cabeza volviéndose de nuevo hacia ellos, esta vez mirándoles a todos.
- Disculpen mis modales, no he hecho las presentaciones debidas: ésta es Josefina, mi hermana menor – afirmó la cantante, mirando a la muchacha que había junto a ella. - Y esta buena mujer es doña Elvira, siempre ha servido en nuestro hogar y es una de las personas a las que más aprecio en mi vida
- Es un placer conocerles – dijo Josefina con cierta timidez.
- Lo mismo digo – respondió secamente doña Elvira, aunque no parecía que le supusiera ningún placer en absoluto: paseó la mirada por el grupo y sus ojos se agrandaron de manera desmedida al contemplar el cabello y el tono de piel de Alonso. - Señoritas, les recuerdo que vuestros padres las esperan para ir a comer a casa de los señores Hidalgo...
- Es sólo un momento, doña Elvira – se apresuró a contestar Julia, antes de volverse de nuevo hacia Gustavo. - Me alegro de volver a verle, espero que en la próxima ocasión me presente a sus amigos
- Lo haré, no se preocupe, y trataré de acabar algún dibujo más – contestó Gustavo Adolfo Bécquer, deseoso por complacerla. A Julián le dolió reconocer en su mirada la misma veneración que él había dedicado en su día a Maite. - De seguro que estaremos allí, en el próximo recital, si no coincidimos antes...
- Julia, tenemos que irnos – habló de nuevo doña Elvira, a quien no parecía haberle gustado eso de "si no coincidimos antes".
- Lo esperaré con impaciencia entonces, tiene usted mucho talento – dijo la joven, ignorando las reprimendas de la señora. - Es un placer volver a verle, don Gustavo...
- Lo mismo digo, señorita Julia – contestó él, viendo cómo las hermanas reiniciaban de nuevo su marcha, seguidas por la mujer que las atendía.
Apenas habían caminado unos pocos metros desde el lugar donde se habían detenido a conversar con ellos, cuando oyeron la voz de la señora reprender nuevamente a Julia, pero ella parecía demasiado enfrascada en una rápida conversación con su hermana, quien no hacía más que dejar escapar pequeñas risitas emocionadas. Ya creían que aquel pequeño episodio había llegado a su fin cuando la cantante, aprovechando que doña Elvira arreglaba una pequeña arruga en la falda de Josefina, volvió la mirada por encima del hombro y sonrió una última vez a un Gustavo Adolfo Bécquer que no podía creer su suerte.
Cuando finalmente desaparecieron de su vista, el poeta se llevó la mano a la frente, aún resistiéndose a creer lo que había pasado, y Valeriano volvió a pasarle el brazo por los hombros sacudiéndole amigablemente.
- Sin prisa pero sin pausa, Gustavo, estupendo – dijo el pintor, genuinamente alegre al ver a su hermano así. Después, se volvió hacia la patrulla. - Van ustedes camino de convertirse en nuestros amigos más queridos, no hacen más que empujarle al campo de batalla: de ser por él seguiría contemplándola desde lejos y acumulando retratos
- Es cierto – habló Gustavo Adolfo Bécquer, volviendo a la realidad. - ¡Ustedes me traen buena suerte! De continuar el asunto así, les rogaré que nunca se separen de mí para poder tener la oportunidad de verla todos los días
Toda reserva o incluso timidez que había expresado el poeta al tratar sobre la cantante de ópera se desvanecían ahora dando paso a una alegría incontenible que parecía prometer otra noche en vela, tratando de poner en orden sus sentimientos antes de transformarlos en palabra escrita. Finalmente, Amelia habló, rompiendo el silencio de los funcionarios del tiempo.
- Ha sido mera coincidencia – dijo la universitaria. - Seguro que la habríais encontrado sin estar nosotros presentes...
- No, fue a causa de que me detuve a hablar con ustedes que ella tropezó conmigo y mi dibujo cayó al suelo – contestó Gustavo al momento, reafirmándose lo que decía. - De no ser por ello, no la hubiera encontrado hoy aquí
El poeta dejó escapar una risa emocionada a la vez que volvía a llevarse la mano a la frente, como si la incredulidad se resistiera a abandonarle. A su hermano Valeriano parecía divertirle mucho la escena, recostado de nuevo contra el tronco del árbol que les daba sombra: la sombría expresión que se había apoderado de su rostro cuando a su hermano le fallaron los pulmones estaba más que olvidada y se alegraba por su buena suerte.
- El día de hoy es un día extraordinario, amigos míos – habló el poeta, volviéndose de nuevo hacia la patrulla del ministerio. - Hoy la tierra y los cielos me sonríen...
- Deberías apuntar eso, es bueno – señaló Julián, con una media sonrisa.
Gustavo Adolfo Bécquer se volvió para intercambiar impresiones sobre lo sucedido con su hermano, quien comenzó a aconsejarle pausadamente, dejando el entusiasmo a un lado y hablándole más seriamente. La patrulla aprovechó ese momento para mirarse entre sí, sin saber muy bien qué decir. El objetivo de su misión era muy claro y, sin embargo, su mera presencia no hacía más que acercar más a Gustavo y Julia, dos personas que hasta el día en que ellos llegaron al siglo XIX no habían cruzado una sola palabra y ahora parecía que hasta los pájaros dejaban de trinar cada vez que se miraban.
Desde luego, cumplir la misión no iba a resultar pero que nada fácil.
Julián ya estaba de nuevo conjeturando sobre cuál sería su siguiente paso a dar cuando empezó a escuchar una extraña música por encima de las conversaciones de los paseantes que iban y venían por los cuidados senderos del parque. Extrañado, giró a su alrededor intentando dar con el origen de aquella música, pues no recordaba haber escuchado un instrumento que sonara así y tenía curiosidad. Finalmente, su mirada se detuvo en un hombre que caminaba portando un peculiar instrumento musical del tamaño de una televisión antigua sobre un carro con ruedas.
De ese cacharro era de donde provenía la melodía.
Al ver el rostro del músico con más claridad, el corazón de Julián dio un brinco de sorpresa en el interior de su pecho y, pocos momentos después, se echó a reír. Los hermanos Bécquer aún permanecían enfrascados en su conversación, pero Amelia y Alonso sí se giraron hacia él.
- Y a vos, ¿se puede saber qué os hace tanta gracia? - siseó el soldado, con un leve enfado reflejado en su voz.
Amelia comprobó que el brillo de los ojos del enfermero no desapareció ni un poco ante la reprimenda de Alonso, al contrario, la sonrisa de Julián se hizo más patente. Finalmente, el hombre se giró hacia el músico señalándole con un gesto con la cabeza.
- Ahí le tenéis – murmuró Julián, sin que la sonrisa se le esfumara del rostro. Tomó aire e imitó la voz de Salvador Martí. - El organillero clavadito a Bertín Osborne...
Como habéis podido comprobar, este capítulo está situado inmediatamente después del final de la primera temporada. Vamos, vendría a ser un 2x01 de la serie.
Me he documentado para el fic acudiendo a las obras completas de Gustavo Adolfo Bécquer, artículos biográficos sobre Julia Espín, el documental "Bécquer Desconocido", un frikeo desmedido por el Ministerio del Tiempo y una total y absoluta admiración por Gustavo Adolfo Bécquer.
Espero de corazón que hayáis disfrutado tanto leyéndolo como yo escribiéndolo.

Por si a alguien le interesa indagar algo más, os dejo la bibliografía principal que he utilizado:
- Bécquer, G. A. (2004). Obras completas, ed. J. Estruch. Madrid, Cátedra.
- Bécquer, J. (1932). La verdad sobre los hermanos Bécquer. Revista de la biblioteca, archivo y museo, IX, 91.
- Ménguez Rodríguez, F. (2010). La propiedad literaria de las obras de Gustavo Adolfo Bécquer. Revista de literatura, 72(143), 119-136.
- Rodríguez Lorenzo, G. A. (2015). Julia Espín y los arquetipos románticos femeninos. QuaDriVium: revista digital de Musicología, 5.
- Rubio Jiménez, J. (1997). Gustavo Adolfo Bécquer y Julia Espín: los álbumes de Julia. El Gnomo: Boletín de estudios becquerianos, (6), 133-274.
- Sebold, R. P. (1985). Gustavo Adolfo Bécquer. Taurus Ediciones.

 Dos notas que del laúd a un tiempo la mano arranca
     Autor Mdnight_Juliet    
#TiempoDeRelatos

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