TIEMPO DE ANTECESORES
#TiempoDeRelatos
Segundino odia su trabajo. Odia el frío. Odia Atapuerca. Pero incluso en pleno invierno de la Edad de Hielo hay momentos de calidez.
— Joder
—murmuró, cabreado, y se frotó la piel de los brazos con las manos en un
intento desesperado de entrar en calor.
A sus
espaldas, cuatro brillantes ojos marrones le miraban, pero enseguida perdieron
el interés por él y volvieron su atención al rinoceronte adolescente que habían
conseguido cazar aquella mañana, y cuya dura carne trataban de cortar
con sus herramientas de sílex.
Segundino
soltó una maldición entre dientes, y volvió al interior de la caverna en busca
de algo de calor humano. Mientras se cagaba mentalmente en todos los muertos de Atapuerca, de la Edad de Hielo y de Salvador
por mandarlo a aquel maldito agujero helado, buscaba un hueco entre dos de sus
compañeros de caverna. Pronto lo encontró y se sentó entre ellos, tratando de arrimarse lo
más posible para calentarse.
Lo
odiaba. Odiaba el maldito frío. Odiaba comer carne cruda. Odiaba tener que
andar desnudo y descalzo en pleno invierno a no sé cuántos grados bajo cero.
Odiaba su misión. Odiaba su trabajo. Quedarse en Atapuerca todo
el tiempo que hiciera falta, hace ochocientos mil años, vigilando que nadie
entrara por la maldita puerta y cambiara la historia. ¿Pero
quién coño iba a aparecer por allí, joder? ¿Un friki yanqui paleto de esos que
afirmaba que la evolución era una mentira de Satanás para destruir los fósiles
de Atapuerca? Si ni siquiera sabían que existían las puertas
del tiempo, coño.
Un
gruñido gutural enfrente de él captó su atención, y enseguida el olor de la
carne cruda asaltó sus fosas nasales. Suspiró y alargó la mano para rechazar el
pedazo de carne de rinoceronte que le ofrecía una niña morena,
bajita y escuálida, de unos trece años y en cuyo cuerpecito empezaban a
despuntar las primeras señales de la pubertad.
Segundino
se mordió la lengua para no soltar un bufido cargado de cinismo. Y la gente se
gastaba auténticos pastizales en ir a restaurantes caros a ponerse morados de pescado crudo. Que vinieran a Atapuerca, a ver si así
se les pasaba la tontería.
—
Gracias, Ana, pero cómetelo tú —le dijo.
Ana no
entendía sus palabras, pero su gesto le bastó. Sin pensárselo dos veces, se
metió el filete en la boca y lo devoró en pocos bocados. Después miró a Segundino, y le dedicó una sonrisa llena de restos de carne entre
los dientes.
Segundino
sintió una oleada de ternura recorrerle el pecho, y levantó el brazo para
acariciarle el pelo a la pequeña. Sus padres habían muerto al poco de su
llegada de una enfermedad respiratoria, y poco después había
perdido a su único hermano, al que él llamaba Mac, por culpa de un jabalí en su
primera cacería. La pobre Ana se había quedado sola en el mundo, sin nadie en el que
apoyarse. Así se había sentido él después de que su mujer le ganara la demanda
de divorcio y le otorgaran la custodia de su hija.
Sin
pronunciar una palabra, Ana se sentó sobre el regazo de Segundino, y apoyó su
espalda contra el pecho de él. Como acto reflejo, Segundino alargó las manos
hacia su pelo y comenzó a hacerle una trenza. La había hecho
tantas veces con su hija cuando era pequeña que ya se sabía la trenza de
memoria. Y se seguía acordando, aunque ahora viviera con su ex mujer y ya no la viera nunca.
Al sentir
las manos de Segundino trabajar su pelo, una amplia sonrisa asomó a su rostro.
Tan rápido como le permitían sus músculos, colocó la mano izquierda sobre la cara interna del muslo izquierdo de Segundino, y
comenzó a moverla en dirección a...
— ¡Ana!
¡No! —exclamó en cuanto se dio cuenta de lo que pretendía la pequeña, y la echó
al suelo de un empujón.
La niña
cayó de boca al suelo. Segundino soltó una fuerte imprecación, y giró la vista
hacia ella para ver si le había hecho daño. Varios de los ocupantes de la cueva
los miraban, pero a los pocos segundos volvieron a sus
asuntos. Ana bufó y agitó la cabeza, contrariada.
Segundino
suspiró, y le puso la mano en el hombro. La expresión de la niña pareció
calmarse, aunque no intentó repetir su acercamiento anterior. Conociendo cómo
eran los hombres de su
cueva, no podía comprender cómo aquel al que ella había elegido no quisiera
poseerla.
El agente
del Ministerio apretó las manos hasta clavarse las uñas. Sabía que Ana lo había
deseado desde el primer día, aunque no entendía muy bien por qué. También sabía que sus acciones eran normales en aquellos
tiempos, en que todos empezaban a reproducirse en cuanto tenían edad para ello.
Había visto más de una chiquilla adolescente embarazada,
y también a algunas de ellas morir en el parto.
Y también
sabía que nunca, nunca, podría hacer lo mismo con Ana. Aunque en aquella época
no hubiera ninguna clase de leyes que prohibieran mantener relaciones con una adolescente, en su fuero interno nunca podría
perdonarse el tomar a la niña de aquella manera. A aquella niña que podría ser
su hija.
A aquella
niña a la que casi veía como una hija.
Y además,
como tuviera un hijo con ella, la que liaría con los genes, los fósiles y todo
eso sería de campeonato.
— Ana,
no. No puedo. —La niña lo miraba sin comprender su extraño idioma. Segundino
abrió los brazos—. ¿Me perdonas por tirarte al suelo?
Ana no
sabía lo que había dicho, pero abrazó con fuerza a Segundino. Él sonrió, y le
devolvió el gesto.
Seguía
odiando Atapuerca con todas sus fuerzas. Pero en momentos como aquel, casi
deseaba poder quedarse para siempre.
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