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El cazador de Vermont
El cazador de Vermont
Precuela de tiempo de pérdida – 1813 – perdida por mucho tiempo
El silencio del bosque era opresivo. Se respiraba muerte en el aire.
Los dos hombres observaban ocultos en la densa vegetación, ocultando cuidadosamente sus largos rifles.
El mayor cada tanto miraba al menor, como para tranquilizarlo en su primera partida de caza. El joven apenas tenía 12 años y estaba orgulloso de acompañar por primera vez en una verdadera cacería a su padre.
Lo que más le gustaba era la noche, en ese ratito junto al fuego, cuando su padre, luego de cenar, encendía su pipa y, reclinado contra algún tronco contaba historias fabulosas de cacerías pasadas, o de las batallas en las que había participado y los otros lo acompañaban en una competencia de anécdotas.
Él mantenía los oídos bien abiertos, tratando de escuchar todo lo que se decía, de que no se le escapara ninguna palabra. Era de contextura más bien débil y cualquier dato o comentario que le pudiera ser útil le era tremendamente importante.
- Cuando acorralamos al oso ese tuvimos la precaución de dejarle una vía de salida- decía el padre. Él, venciendo el temor reverencial que le causaba su progenitor, se animó a preguntar porqué, ¿Cuál era la razón de acorralar una presa, para dejarla escapar?
- Porque, cuando la presa es grande y peligrosa, como ese oso, uno debe ser precavido. Nunca hay seguridad de que una bala sea suficiente para matarlo y puede quedar herido.
- Entonces… -
- Entonces, si no tiene por donde escapar el animal herido te encara, y créeme hijo, no te gustará encontrarte frente a más de 400 libras de oso embravecido que se te vienen encima-
El relato de esa cacería continuó, pero a él el cansancio lo venció y se quedó dormido sin poder escuchar el final de la historia.
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Pensativo se reclinó contra el respaldo de su sillón, se inclinó para atrás, y, fregándose los ojos recordó esa primera partida de caza con su padre. Cuantas cosas había aprendido, y como lamentaba no haber sabido cuál sería su destino, para aprender más.
Como fuera, el tiempo no se podía volver atrás, y una sonrisa se le dibujó en el rostro al repetirse esa remanida frase. Por su puesto, era una frase muy cierta, para cualquiera que no tuviera sus conocimientos.
Se acomodó nuevamente frente al monitor y volvió a mirar, ahí estaba “su oso” o debería decir “osa” más bien, ya que la presa a cazar era nada menos que la arribista esa de Constancia Rodríguez.
Luego de sopesar nuevamente los pasos a dar y las expectativas relacionadas, tecleó las ordenes correspondientes y las envió. Ese día se retiró temprano, poco más se podía hacer, la salida para que escape la presa estaba abierta y…al final de la misma la trampa había sido colocada, ahora solo restaba esperar qué hacía la “osa.”
De camino a casa, en el metro, repasó nuevamente sus recuerdos. Por más que lo intentó no pudo, era curioso pero no podía recordar cómo había terminado esa partida de caza con su padre ¿habrían o no atrapado la presa?
En la puerta del condominio se cruzó con la vecina del 3º A. Era una mujer que le despertaba algo, y veía que él también la turbaba, se le notaba en la mirada cuando se cruzaban, es más no cabía duda que él le interesaba, a juzgar por la anormal cantidad de veces que se cruzaban…pero en esos momentos él no podía permitirse esas distracciones, más allá de algún rato placentero a cambio de unos cuantos dólares.
Las prioridades, siempre las prioridades, solía decir sabiamente su padre.
- No se puede pelear en todos los frentes a la vez – recordaba que discutía frecuentemente con su camaradas en los batallones de “los chicos de Vermont”.
O se batallaba contra los franceses o se lo hacía contra los ingleses, pero no contra los dos a la vez. Por su puesto, para su padre y los compañeros de él los indios no contaban, con ellos se estaba permanentemente en paz y en guerra, según la situación.
Cuando le llegó el momento se enlistó en un cuerpo de “los de Vermont”, como despectivamente les solían decir los de Nueva York. Esos pueblerinos de la isla de Manhattan que se creían superiores a ellos, rústicos montañeses.
Ahí fue donde encontró al hombre que cambiaría su vida.
Por su puesto no fue algo premeditado, antes bien todo lo contrario.
Una mañana, de regreso de una salida de hostigamiento contra los casacas rojas, donde había matado a 4 o 5 de ellos (con uno no estaba muy seguro) con certeros disparos de su rifle, se extravió, cosa rarísima en él, aunque su culpa se atenuaba, ante sus ojos al menos, por la fuerte tormenta de viento y nieve que se había desatado sin previo aviso.
Caminó casi a ciegas con rumbo incierto hasta que, dándose cuenta que estaba perdido, hizo lo más inteligente que pudo, buscó un árbol adecuado, saco su hacha india y se puso a construir un refugio donde guarecerse. En eso escuchó el leve quejido, apenas audible por sobre el viento de la tormenta. Quien se hubiera quejado no podía estar lejos.
Y no lo estaba, ahí no más a unos pasos había un hombre tirado. Por la sangre que le salía por el costado no cabía duda que le quedaba poco tiempo.
Se acercó a verlo mejor y le sorprendió no conocerlo, era raro encontrar un extraño en aquellas soledades y más aun vestido como aquel hombre.
El extraño levantó la mano, como queriendo tocarlo, pero no lo logró, la vida se le escapó antes.
Sin embargo, al levantar la mano dejó al descubierto ese extraño aparato, que él tomó e inspeccionó con curiosidad. Por pura casualidad se lo colocó en la muñeca, como había visto lo tenía el muerto…justo en el momento que brilló con una luz azulada que lo cegó momentáneamente.
Cuando recobró la visión se encontró en una sala blanca, fría, pero no de frió, si no de limpieza, completamente vacía… a no ser por los dos hombres que apuradamente aparecieron por una puerta de la pared.
Ese fue su primer día en Darrow.
Años después conoció la historia del hombre que había muerto frente a él y del desgraciado encuentro que había tenido con una patrulla de indios al servicio de los franceses. El pobre tenía por misión contactar con George Washington cuando este aún estaba lejos de ser el George Washington que pasaría a la historia. Pero no lo había logrado.
De hecho su primera misión fue completar la que había dejado inconclusa el pobre tipo.
Y así inicio su larga carrera. Este trabajo era fascinante, aunque le enojaba comprobar cómo se desperdiciaban las posibilidades infinitas del mismo.
Pero el jefe era el jefe y los accionistas habían elegido al energúmeno ese de Ferguson.
Como en la salidas de caza, lo más importante era tener el objetivo claro y paciencia, mucha paciencia. Había que saber esperar que la presa cometiera un error. Lo que tenía que pasar sin dudas pasaría.
Y de pronto paso, en sus misiones se encontraron con los españoles esos del ministerio del tiempo, y Ferguson cometió su error. Se confió. Eso jamás se debe hacer, pero él lo hizo, no solo eso confió en una mujer, para su desgracia la menos indicada.
Eso le costó la vida y liberó el puesto, ese puesto que él tanto anhelaba.
Todo parecía indicar que era el momento exacto…hasta que apareció Constancia Rodríguez.
Paciencia, era solo una demora, se dijo a si mismo y automáticamente reprogramó sus pasos.
Y ahora, mientras se preparaba algo de cenar y veía las noticias, ya tenía todo listo. ¿Quién sabe? Con un poco de suerte mañana la “osa” estaría atrapada y la silla a su disposición.
Con él en esa silla las cosas cambiarían para Darrow.
Había una larga lista de cosas que se proponía cambiar. Diversificaría las líneas de negocios, buscaría asociarse con sus clientes, trabajar en conjunto….y quién sabe cuántas cosas más.
Pero, en vistas de los problemas que causaban, lo primero a hacer seria neutralizar a los pesados esos del ministerio y él sabía cómo hacerlo.
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